– Los aturdimos para llevarlos mejor a la muerte. ?Ese cabron de Bonaparte acabara con todos nosotros!

– No es la primera vez que dices eso. ?Fue en Arcole?

– Esta vez me temo que…

– Esta noche cruzamos el Danubio, manana estamos en Viena.

– ?Pouzet! -grito el mariscal.

Pouzet acababa de recibir una bala en plena frente, y se quedo rigido. Dos granaderos corrieron para constatar que el general no habia tenido suerte y habia muerto en el acto.

– Una bala perdida -dijo uno de ellos.

– ?Perdida! -exclamo el mariscal, y se alejo del cadaver de su amigo.

La estupidez de esta batalla le hacia temblar de colera. Se encamino al tejar y entonces, al divisar una zanja, se dejo caer en la hierba y contemplo el cielo. Permanecio alli tendido durante lar gos minutos. Pasaron ante el cuatro soldados que transportaban en un manto a un oficial muerto. Los hombres hicieron un alto para descansar, pues el cadaver pesaba y tenian un largo camino por delante. Dejaron su fardo en el suelo. Una rafaga de viento alzo el manto y, al reconocer a Pouzet, Lannes se levanto de un salto.

– ?Es que este espectaculo va a perseguirme por todas partes?

Uno de los soldados cubrio de nuevo el rostro del general con el manto. Lannes desprendio su espada del cinto y la arrojo al suelo.

– ?Aaaaaah!

Tras haber gritado hasta quebrarse la voz, jadeo, avanzo unos pasos mas y se sento en la falda de un talud, cruzado de piernas y con la cabeza entre las manos para no ver nada mas. Los soldados se llevaron a Pouzet hacia las ambulancias y el mariscal se quedo solo. Aun se oian las descargas de los canones.

Un pequeno proyectil reboto y alcanzo a Lannes en una rodilla. Se estremecio bajo el dolor e intento levantarse, pero perdio el equilibrio y se desplomo en la hierba, maldiciendo:

– ?Por todos los diablos!

Marbot no estaba lejos, habia presenciado el accidente y llego tan rapido como pudo, renqueando a causa de la herida en el muslo.

– ?Marbot! ?Ayudadme a ponerme en pie!

El ayudante de campo levanto al mariscal, pero este se desplomo de nuevo. La rodilla rota ya no podia sostenerle. A las voces de Marbot, varios granaderos y coraceros acudieron corrien do, y entre varios lograron llevarse al mariscal, unos sujetandole por las axilas, otros por la cintura, y las piernas, desarticuladas, le pendian. El herido no se quejaba, pero la palidez de su rostro era extrema. La bala extraviada habia golpeado la rotula izquierda y danado la pierna derecha cruzada detras. Al cabo de unos metros, los hombres que le llevaban tuvieron que detenerse con tiento, porque el menor movimiento provocaba un dolor muy intenso. Marbot se adelanto para hacerse con una carreta, unas parihuelas, lo que encontrara, y se encontro con los granaderos que transportaban el cuerpo del general Pouzet.

– ?Dadme su manto, rapido! ?El ya no lo necesita!

Pero cuando volvio al encuentro del mariscal con el manto cubierto de sangre, Lannes lo reconocio y rechazo con voz todavia firme.

– ?Es el manto de mi amigo! ?Devolvedselo! ?Que me lleven como puedan!

– ?Id a cortar ramas y recoger hojas para hacer unas parihuelas! -ordeno Marbot.

Los hombres partieron hacia un bosquecillo para cortar ramas con los sables, y confeccionaron una tosca camilla. De esta manera transportaron al mariscal Lannes con mas comodidad hasta la ambulancia de la Guardia, cerca del tejar, donde el doctor Larrey oficiaba con dos de sus eminentes colegas, Yvan y Berthet. Primero vendaron el muslo derecho del mariscal, mientras que este solicitaba:

– Larrey, examinad tambien la herida de Marbot…

– Si, Vuestra Excelencia.

– Han cuidado mal de ese muchacho y estoy preocupado.

– Voy a ocuparme de ello, Vuestra Excelencia.

Tras haber examinado juntos las heridas del mariscal Lannes, los tres medicos hicieron un aparte para establecer el diagnostico y la manera mas conveniente de tratar el caso.

– Apenas se le nota el pulso.

– Observad que la articulacion de la rodilla derecha no esta afectada.

– Pero la izquierda esta quebrada hasta el hueso…

– Y la arteria se ha roto.

– A mi modo de ver, senores, hay que cortar la pierna izquierda-dijo Larrey.

– ?Con este calor? -protesto Yvan-. ?Eso no es razonable!

– Por desgracia -anadio Berthet-, nuestro excelente colega tiene razon. Y por mi parte, como medida de precaucion, preconizo que se amputen ambas piernas.

– ?Estais locos!

– ?Cortemos!

– ?Estais locos! ?Conozco bien al mariscal, y tiene energia para curarse sin necesidad de la amputacion!

– Nosotros tambien conocemos al mariscal, querido. ?Habeis visto sus ojos?

– ?Que les pasa?

– Estan tristes. Este hombre pierde las fuerzas.

– Senores -concluyo el doctor Larrey-, os advierto que la ambulancia se halla bajo mi mando y que la decision me compete. Cortaremos la pierna izquierda.

Cuando Edmond de Perigord se presento en el vivaque de la Vieja Guardia, entre el puente pequeno y el tejar, el general Dorsenne estaba pasando revista a sus granaderos por enesima vez. Queria que estuvieran impecables y limpios. Su experta mirada se fijaba en una manga polvorienta, un defecto en el color blanco del tahali, unas guias del mostacho desviadas, las lazadas de unas polainas demasiado flojas. En el cuartel alzaba los chalecos a fin de comprobar la limpieza de las camisas. Para el, uno iba a la guerra como a un baile, con elegancia, y era no menos maniatico con respecto a su propio atuendo. Se cuidaba como si evolucionara sin cesar ante unos espejos. Las mujeres le consideraban guapo, con el cabello negro rizado, la tez palida, las facciones armoniosas. La corte chachareaba acerca de el, se conocian de memoria sus amores con la provocadora Madame d'Orsay, la esposa del famoso dandy, de la que el ministro Fouche repetia anecdotas escabrosas. Perigord, que tenia un caracter similar, aunque era mas joven, se habia encontrado a menudo con Dorsenne en el teatro o los conciertos de las Tullerias. Ambos, a diferencia de la mayoria de los demas militares, llevaban con naturalidad las medias de seda y los zapatos con hebilla, o bien unos uniformes extravagantes para llamar la atencion de las duquesas. Los dos tenian un valor autentico, pero les gustaba mostrarlo. La gente tomaba sus posturas como desprecio, eran irritantes.

– Senor general de la Guardia -dijo Perigord-, Su Majestad os ruega que vayais al frente.

– ?De maravilla! -respondio Dorsenne mientras se ponia los guantes.

– Opondreis al enemigo un muro de tropas a lo ancho del glacis, a la derecha de los coraceros del mariscal Bessieres. -?Muy bien! Considerad que ya estamos ahi.

Con un movimiento flexible, Dorsenne subio al caballo que le habian presentado, dio una orden breve y la Guardia Imperial se puso en movimiento al mismo paso, como para desfilar en el Carrousel, con la musica y las aguilas en cabeza. Perigord admiro este conjunto y entonces regreso hacia el estado mayor para informar a Berthier.

La aparicion en la cresta de los gorros de piel de la Guardia basto para que cesara momentaneamente el canoneo de los austriacos. El general Dorsenne determino la posicion de sus granaderos distribuidos en tres filas. Habia dado la vuelta a su caballo para comprobar que se mantenian casi codo con codo, y para ello, sin preocuparse, daba la espalda a los canones y a la infanteria del archiduque. Al ver que un proyectil alcanzaba a uno de los soldados, ordeno, cruzado de brazos:

– ?Estrechad filas!

Los granaderos, apartando con los pies el cuerpo de su camarada caido, obedecieron la orden. Esto sucedio veinte veces, tal vez cien, y ellos estrechaban filas. Cuando una bala de canon arranco de cuajo la cabeza de uno de los abanderados, una cantidad considerable de monedas de oro rodaron por el suelo. Al tipo se le habia ocurrido esconder sus ahorros en la corbata, pero nadie se atrevio a agacharse para coger un punado, por temor a las reprimendas. De todos modos, los mas proximos no apartaban los ojos del suelo donde brillaban las monedas. Las balas seguian silbando y causando estragos en la Guardia.

– ?Estrechad filas!

Irritado porque no podia copar al enemigo, el archiduque ordeno que se intensificara el fuego. Los tambores, en formacion de cuadro bajo la metralla, tocaban al lado de los granaderos inmovi les que presentaban armas. Decenas de ellos ya habian caido en los trigales y los demas estrechaban filas. Dorsenne acabo por constatar que su muralla humana estaba demasiado desparramada, y coloco de nuevo a sus hombres en una sola linea de cara al enemigo. Un incidente estuvo a punto de perturbar esa maniobra heroica destinada a impresionar a los austriacos. Cazadores a pie y fusileros, mandados hasta hacia poco por Lannes, se desbandaban en la planicie ante la infanteria de Rosenberg. Corrian sosteniendo a sus heridos, y muchos se habian desembarazado de las mochilas a fin de huir con mas celeridad. Cuando llegaron a la muralla de la Guardia, los fugitivos se interpusieron entre los granaderos y las baterias que los mataban, y entonces los veteranos los agarraron por el cuello o las mangas de la guerrera para lanzarlos detras de ellos. Ante esta seguridad tranquilizadora, algunos cayeron de rodillas y otros, locos de terror, se revolcaron babeando como epilepticos en una crisis. Informado de esta derrota de varios batallones, con dos de sus capitanes, Bessieres se apresuro a formar de nuevo a los que habian conservado sus fusiles.

– ?Donde estan vuestros oficiales?

– ?En la planicie, muertos!

– ?Vamos juntos a buscar sus cuerpos! ?Cargad vuestras armas! ?Formad filas!

– ?Estrechad filas! -seguia ordenando Dorsenne a cien metros de alli.

Un granadero que habia recibido un fragmento de metralla en una pantorrilla se arrastro a un lado. Al caer habia cogido algunas de las piezas que el abanderado, su ex companero de linea, ocultaba en la enmaranada corbata blanca. Abrio la mano con disimulo, examino su tesoro de cerca y murmuro que ya no valia nada. En efecto, el 1.° de enero de I8o9 el emperador habia hecho borrar de las monedas la divisa que figuraba todavia en aquellas piezas: UNIDAD, INDIVISIBILIDAD DE LA REPUBLICA.

La noche se cernio pronto sobre una batalla sin vencedor. Napoleon y los oficiales de su Casa abandonaron el tejar y la comitiva se dirigio a la tienda imperial montada la vispera en el cesped de la isla. Avanzaban al paso por una senda atestada de arcones vacios, piezas de artilleria desmontadas, caballos solitarios y enloquecidos, lentas columnas de heridos guiadas por el personal de las ambulancias. En el estribo del puente pequeno, el emperador palidecio. Primero habia visto a un comandante de coraceros que lloraba en silencio. Luego habia reconocido al doctor Yvan y, seguidamente, a Larrey, inclinados sobre un paciente al que instalaban en un lecho de ramas de roble y mantos. Era Lannes, cuya cabeza Marbot sostenia semialzada. Tenia el rostro livido, deformado por el dolor, y sudaba copiosamente. Un lienzo rojo le cenia el muslo izquierdo. El emperador pidio que le bajaran del caballo y llego al lado del mariscal en unas pocas zancadas. Se acuclillo a su cabecera.