El bote retemblaba todavía por los estragos que el otro tiburón estaba causando al pez y el viejo arrió la escota para que el bote virara en redondo y sacara de debajo al tiburón. Cuando vio al tiburón, se inclinó sobre la borda y le dio de cuchilladas. Sólo encontró carne y la piel estaba endurecida y apenas pudo hacer penetrar el cuchillo. El golpe lastimó no sólo sus manos, sino también su hombro. Pero el tiburón subió rápido, sacando la cabeza, y el viejo le dio en el centro mismo de aquella cabeza plana al tiempo que el hocico salía del agua y se pegaba al pez. El viejo retiró la hoja y acuchilló de nuevo al tiburón exactamente en el mismo lugar. Todavía siguió pegado al pez que había enganchado con sus mandíbulas, y el viejo lo acuchilló en el ojo izquierdo. El tiburón seguía prendido del pez.
- ¿No? -dijo el viejo, y le clavó la hoja entre las vértebras y el cerebro. Ahora fue un golpe fácil y el viejo sintió romperse el cartílago. El viejo invirtió el remo y metió la pala entre las mandíbulas del tiburón para forzarlo a soltar. Hizo girar la pala, y al soltar el tiburón, dijo:
- Vamos, galano. Baja, déjate ir hasta una milla de profundidad. Ve a ver a tu amigo. O quizá sea tu madre.
El viejo limpió la hoja de su cuchillo y soltó el remo. Luego cogió la escota y la vela se llenó de aire y el viejo puso el bote en su derrota.
- Deben de haberse llevado un cuarto del pez y de la mejor carne -dijo en voz alta-. Ojalá fuera un sueño y que jamás lo hubiera pescado. Lo siento, pez. Todo se ha echado a perder.
Se detuvo y ahora no quiso mirar al pez. Desangrando y a flor de agua parecía del color de la parte de atrás de los espejos, y todavía se veían sus franjas.
- No debí haberme alejado tanto de la costa, pez -dijo-. Ni por ti ni por mí. Lo siento, pez.
“Ahora -se dijo-, mira la ligadura del cuchillo a ver si ha sido cortada. Luego pon tu mano en buen estado, porque todavía no se ha acabado esto.”
- Ojalá hubiera traído una piedra para afilar el cuchillo -dijo el viejo después de haber examinado la ligadura en el cabo del remo-. Debí haber traído una piedra.
“Debiste haber traído muchas cosas -pensó-. Pero no las has traído, viejo. Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay.”
- Me estás dando muchos buenos consejos -dijo en voz alta-. Estoy cansado de eso.
Sujetó la caña bajo el brazo y metió las dos manos en el agua mientras el bote seguía avanzando.
- Dios sabe cuánto se habrá llevado ese último -dijo-. Pero ahora pesa mucho menos.
No quería pensar en la mutilada parte inferior del pez. Sabía que cada uno de los tirones del tiburón había significado carne arrancada y que el pez dejaba ahora para todos los tiburones un rastro tan ancho como una carretera a través del océano.
“Era un pez capaz de mantener un hombre todo el invierno -pensó-. No pienses en eso. Descansa simplemente y trata de poner tus manos en orden para defender lo que queda. El olor a sangre de mis manos no significa nada, ahora que existe todo ese rastro en el agua. Además no sangran mucho. No hay ninguna herida de cuidado. La sangría puede impedir que le dé calambre a la izquierda.”
“¿En qué puedo pensar ahora? -pensó-. En nada. No debo pensar en nada y esperar a los siguientes. Ojalá hubiera sido realmente un sueño -pensó-. Pero ¿quién sabe? Hubiera podido salir bien.”
El siguiente tiburón que apareció venía solo y era otro hocico de pala. Vino como un puerco a la artesa: si hubiera un puerco con una boca tan grande que cupiera en ella la cabeza de un hombre. El viejo dejó que atacara al pez. Luego le clavó el cuchillo del remo en el cerebro. Pero el tiburón brincó hacia atrás mientras rolaba y la hoja del cuchillo se rompió.
El viejo se puso al timón. Ni siquiera quiso ver cómo el tiburón se hundía lentamente en el agua, apareciendo primero en todo su tamaño; luego pequeño; luego diminuto. Eso le había fascinado siempre. Pero ahora ni siquiera miró.
- Ahora me queda el bichero -dijo-. Pero no servirá de nada. Tengo los dos remos y la caña del timón y la porra.
“Ahora me han derrotado -pensó-. Soy demasiado viejo para matar los tiburones a garrotazos. Pero lo intentaré mientras tenga los remos y la porra y la caña.”
Puso de nuevo sus manos en el agua para empaparlas. La tarde estaba avanzando y todavía no veía más que el mar y el cielo. Había más viento en el cielo que antes y esperaba ver pronto tierra.
- Estás cansado, viejo -dijo-. Estás cansado por dentro.
Los tiburones no le atacaron hasta justamente antes de la puesta del sol.
El viejo vio venir las pardas aletas a lo largo de la ancha estela que el pez debía de trazar en el agua. No venían siquiera siguiendo el rastro. Se dirigían derecho al bote, nadando a la par.
Trancó la caña, amarró la escota y cogió la porra que tenía bajo la popa. Era un mango de remo roto, serruchado a una longitud de dos pies y medio. Sólo podía usarlo eficazmente con una mano, debido a la forma de la empuñadura, y lo cogió firmemente con la derecha, flexionando la mano mientras veía venir los tiburones. Ambos eran galanos.
“Debo dejar que el primero agarre bien para pegarle en la punta del hocico o en medio de la cabeza”, pensó.
Los tiburones se acercaron juntos y cuando vio al más cercano abrir las mandíbulas y clavarlas en el plateado costado del pez, levantó el palo y lo dejo caer con gran fuerza y violencia sobre la ancha cabezota del tiburón.
Sintió la elástica solidez de la cabeza al caer el palo sobre ella. Pero sintió también la rigidez del hueso y otra vez pegó duramente al tiburón sobre la punta del hocico al tiempo que se deslizaba hacia abajo separándose del pez.
El otro tiburón había estado entrando y saliendo y ahora volvía con las mandíbulas abiertas. El viejo podía ver pedazos de carne del pez cayendo, blancas, de los cantos de sus mandíbulas cuando acometió al pez y cerró las mandíbulas. Le pegó con el palo y dio sólo en la cabeza y el tiburón lo miró y arrancó la carne. El viejo le pegó de nuevo con el palo al tiempo que se deslizaba alejándose para tragar y sólo dio en la sólida y densa elasticidad.
- Vamos, galano -dijo el viejo-. Vuelve otra vez.
El tiburón volvió con furia y el viejo le pegó en el instante en que cerraba sus mandíbulas. Le pegó sólidamente y de tan alto como había podido levantar el palo. Esta vez sintió el hueso, en la base del cráneo, y le pegó de nuevo en el mismo sitio mientras el tiburón arrancaba flojamente la carne y se deslizaba hacia abajo, separándose del pez.
El viejo esperó a que subiera de nuevo, pero no apareció ninguno de ellos. Luego vio uno en la superficie nadando en círculos. No vio la aleta del otro.
“No podía esperar matarlo -pensó-. Pudiera haberlo hecho en mis buenos tiempos. Pero los he magullado bien a los dos y se deben de sentir bastante mal. Si hubiera podido usar un bate con las dos manos habría podido matar el primero, seguramente. Aun ahora”, pensó.