- Martín. El dueño.
- Tengo que darle las gracias.
- Ya yo se las he dado -dijo el muchacho- No tiene que dárselas usted.
- Le daré la ventrecha de un gran pescado -dijo el viejo-. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?
- Creo que sí.
- Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.
- Mando dos cervezas.
- Me gusta más la cerveza en lata.
- Lo sé. Pero esta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas luego.
- Muy amable de tu parte -dijo el viejo-. ¿Comemos?
- Es lo que yo proponía -le dijo el muchacho-. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted listo.
- Ya estoy listo -dijo el viejo-. Solo necesitaba tiempo para lavarme.
¿Dónde se lavaba?, pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras de distancia, camino abajo. “Debí de haberle traído agua pensó el muchacho; y jabón y una buena toalla. ¿Por que seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y un jacket para el invierno y alguna clase de zapatos y otra frazada.”
- Tu asado es excelente -dijo el viejo.
- Háblame de béisbol -le pidió el muchacho.-
- En la liga americana, como te dije, los Yankees -dijo el viejo muy contento.
- Hoy perdieron -le dijo el muchacho.
- Eso no significa nada. El gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.
- Tienen otros hombres en el equipo.
- Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En la otra liga, entre el Brooklyn y el Filadelfia, tengo que quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque.
- Nunca hubo nada como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.
- ¿Recuerdas cuando venía a la Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras y tú eras también demasiado tímido.
- Lo sé. Fue un gran error. Pudiera haber ido con nosotros. Luego eso nos quedaría por toda la vida.
- Me hubiera gustado llevar a pescar al gran Di Maggio -dijo el viejo-. Dicen que su padre era pescador. Quizá fuese tan pobre como nosotros y comprendiese.
- El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugo en las grandes ligas cuando tenía mi edad.
- Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de altura que iba al Africa y he visto leones en las playas al atardecer.
- Lo sé. Usted me lo ha dicho.
- ¿Hablamos de Africa o de béisbol?
- Mejor de béisbol -dijo el muchacho- Háblame del gran John J. McGraw.
- A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a la Terraza. Pero era rudo y bocón y difícil cuando estaba bebido. No solo pensaba en la pelota, sino también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
- Era un gran manager -dijo el muchacho-. Mi padre cree que era el más grande. ¿Quién es realmente el mejor manager, Luque o Mike González?
- Creo que son iguales.
- El mejor pescador es usted.
- No. Conozco otros mejores.
- Que va -dijo el muchacho-. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted ninguno.
- Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal.
- No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.
- Quizá no este tan fuerte como creo -dijo el viejo-. Pero conozco muchos trucos y tengo voluntad.
- Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevare otra vez las cosas a la Terraza.
- Entonces buenas noches. Te despertare por la mañana.
- Usted es mi despertador -dijo el muchacho-.
- La edad es mi despertador -dijo el viejo-. ¿Por que los viejos se despertaran tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?
- No lo sé -dijo el muchacho-. Lo único que se es que los jovencitos duermen profundamente y hasta tarde.
- Lo recuerdo -dijo el viejo-. Te despertare temprano.
- No me gusta que el patrón me despierte. Es como si yo fuera inferior.
- Comprendo.
- Que duerma bien, viejo.
El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama a oscuras. Enrollo los pantalones para hacer una almohada, poniendo el periódico dentro de ellos, se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.
Se quedó dormido enseguida y soñó con Africa, en la época en que era muchacho y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de Africa que la brisa de tierra traía por la mañana.
Generalmente, cuando olía la brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño y siguió soñando
para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar y luego soñaba con los diferentes puertos y fondeaderos de las Islas Canarias.
No soñaba ya con tormentas ni con mujeres ni con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con peleas ni competencias de fuerza ni con su esposa. Solo soñaba ya con lugares y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba sus pantalones y se los ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino a despertar al muchacho. Temblaba de frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió calladamente y entro descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió suavemente un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miro. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se los puso.