»Trece anos despues del asesinato de Julio Cesar, la rivalidad de Octavio y Antonio por la posesion del mundo se habia hecho mortal. Mi razon me inclinaba hacia Octavio, amo de Roma. Mi posicion geografica, porque hacia de mi el vecino y el aliado de Cleopatra, reina de Egipto, me echo en brazos de Antonio. Reuni un ejercito y vole en su ayuda contra Octavio, cuando Cleopatra, inquieta al ver engrandecido a los ojos de Antonio, de quien ella pretendia acaparar el favor a mi costa, me impidio intervenir. Me obligo a dirigir mis tropas una vez mas contra su viejo enemigo, el rey de los arabes Malco. Al maniobrar contra mi, me salvo. Porque el 2 de septiembre, 7 Octavio derrotaba a Antonio cerca de Accio, en la costa de Grecia. Todo estaba perdido para Antonio, Cleopatra y sus aliados. Todo hubiera estado perdido para mi de haber podido ponerme al lado de Antonio, como yo deseaba. Solo tenia que proceder a una mudanza que seguia siendo muy delicada. Empece por ayudar al gobernador romano de Siria a someter a un ejercito de gladiadores fieles a Antonio que trataba de unirse a el en Egipto, adonde habia huido. Luego me traslade a la isla de Rodas, donde se encontraba Octavio. No trate de enganarle. Al contrario, me presente como el amigo fiel de Antonio, a quien se lo habia dado todo para ayudarle, dinero, viveres, tropas, pero sobre todo consejos, buenos consejos: que abandonase a Cleopatra, que le conducia a su ruina, e incluso que la hiciese asesinar. ?Ay! Antonio, cegado por su pasion, no habia querido escucharme. Luego deposite mi diadema real a los pies de Octavio, y le dije que podia tratarme como a un enemigo, deponerme, hacer que me dieran muerte, seria lo justo, yo aceptaria todas sus decisiones sin protestar. Pero tambien podia aceptar mi amistad, que seria tan fiel, lucida y eficaz como lo habia sido para Antonio.
»Nunca habia jugado tan fuerte. Durante un momento, ante el futuro Augusto, que estaba estupefacto de mi audacia y todavia indeciso, yo oscilaba entre la muerte ignominiosa y el triunfo. Octavio cogio mi diadema y la puso sobre mi cabeza diciendo: "Sigue siendo rey y se mi amigo, ya que concedes tanto valor a la amistad. Y para sellar nuestra alianza, te doy la guardia personal de cuatrocientos galos de Cleopatra." Poco despues nos enterabamos de que Antonio y la reina de Egipto se habian dado muerte para no figurar en el triunfo de Octavio.
»Yo podia creer que tenia asegurado el futuro, despues de aquel golpe de suerte tan grande. ?Ay! Por el contrario, iba a pagarlo con las peores desdichas domesticas.
»En el origen de esas desdichas hay que poner en primer lugar mi amor por Mariamna. Es el sol negro que ilumina toda esta tragedia, y lo unico que permite comprenderla. Al ir a ver a Octavio yo sabia que me jugaba la libertad y la vida con muy pocas posibilidades de salir con bien. Dejaba cuatro mujeres tras de mi: mi madre Cipros y mi hermana Salome, la reina Mariamna y su madre Alejandra. Se trataba en verdad de dos clanes opuestos que se detestaban, el clan idumeo, del que procedo, y los supervivientes de la dinastia asmonea. Habia que impedir que en mi ausencia aquellas cuatro mujeres se destruyeran entre si. Antes de embarcar para Rodas, envie, pues, a Mariamna a la fortaleza de Alexandrion con su madre, y reclui a mi madre, a Salome, a mis tres hijos y a mis dos hijas en la de Masada. Luego di al gobernador militar de Alexandrion, Soeme, la orden secreta de matar a Mariamna, en caso de que el recibiera la noticia de mi propia desaparicion. Mi corazon y mi razon estaban de acuerdo en dictarme una medida tan extrema. En efecto, no podia soportar la idea de que mi querida Mariamna pudiera sobrevivirme, y, eventualmente, casarse con otro hombre. Por otra parte, una vez desaparecido yo, ya nada impediria al clan asmoneo, con Mariamna a su cabeza, recobrar el poder y conservarlo a toda costa.
»De regreso de Rodas, aureolado por el exito de mi empresa, los reuni a todos en Jerusalen, convencido de que mi buena estrella politica impondria una reconciliacion general. ?Nacia mas lejos de la realidad! Desde el primer momento solo vi muecas de odio. Mi hermana Salome amenazaba con una negra tempestad de sobreentendidos y de revelaciones devastadoras, que contaba con hacer estallar en el momento oportuno sobre la cabeza de Mariamna. Esta me trataba con altivez, negandose a tener el menor contacto conmigo, cuando nuestra separacion y los peligros a los que yo habia escapado habian exasperado el amor que sentia por ella. Incluso hacia sin cesar alusiones mezquinas a un antiguo asunto, la muerte de su abuelo Hircan, que antano yo habia tenido que provocar. Poco a poco el misterio se disipo, y comprendi lo que habia pasado durante mi ausencia. La verdad es que todas aquellas mujeres habian estado urdiendo intrigas, siempre suponiendo mi desaparicion, que les habia parecido probable. Y no eran solo ellas. Soeme, el gobernador de Alexandrion, para ganarse el favor de Mariamna, futura regente del reino de Judea, le habia revelado la orden que yo le di de ejecutarla en caso de que me ocurriese algo fatal. Hubo que poner orden en todo aquello. La cabeza de Soeme fue la primera que rodo por el serrin. Y no era mas que el principio. Mi copero mayor pidio una audiencia secreta. Se presento con un frasco de vino aromatizado. Mariamna se lo habia dado asegurandole que se trataba de un filtro amoroso, y ordenandole, con una fuerte recompensa, que me lo hiciera beber sin advertirme de nada. No sabiendo que partido tomar, se lo conto todo a mi hermana Salome, quien le aconsejo que hablase conmigo. Mande que trajeran a un esclavo galo y se le ordeno que bebiese aquel brebaje. Cayo fulminado. Mariamna, a la que convoque inmediatamente, juro que nunca habia oido hablar de aquel filtro, y que se trataba de una maquinacion de Salome para perderla. No era algo inverosimil, y como estaba deseoso de salvar a Mariamna, me pregunte en cual de las dos mujeres iba a descargar mi colera. Tambien tenia el recurso de hacer torturar convenientemente al copero hasta que escupiese toda la verdad. Entonces tuvo lugar un golpe de efecto que cambio toda la situacion. Mi suegra Alejandra, saliendo bruscamente de su reserva, se desato en acusaciones publicas contra su propia hija. No solo confirmo la tentativa de envenenamiento contra mi, sino que ademas planteo una segunda cuestion afirmando que Mariamna habia sido la amante de Soeme, al que se proponia hacer desempenar un papel politico de primer orden despues de mi muerte. Para salvar a Mariamna, tal vez hubiese estado dispuesto a hacer callar definitivamente a aquella furia. Por desgracia el escandalo fue resonante. No se hablaba mas que de eso en toda Jerusalen. El proceso no podia evitarse. Reuni un jurado de doce sabios ante el cual comparecio Mariamna. Se comporto de un modo admirable, con valor y dignidad. Se nego en todo momento a defenderse. Se dicto sentencia: pena de muerte por unanimidad. Mariamna lo esperaba. Murio sin despegar los labios.
«Hice sumergir su cuerpo en un sarcofago abierto lleno de miel transparente. Lo conserve durante siete anos en mis aposentos, observando dia a dia como su carne bienamada se disolvia en el oro translucido. Mi dolor fue sin medida. Nunca la habia amado tanto, y puedo decir que sigo amandola igual que entonces despues de treinta anos, de los nuevos matrimonios, de las separaciones, de las innumerables vicisitudes. Para ti, Gaspar, evoco ese drama que devasto mi vida. Escucha esos aullidos cuyo eco continua resonando bajo las bovedas de este palacio hasta ti: soy yo, Herodes el Grande, gritando el nombre de Mariamna a las paredes de mi alcoba. Mi dolor fue tan atroz, que mis criados, mis ministros, mis cortesanos huyeron espantados. Luego consegui coger a uno de ellos, le obligue a llamar a Mariamna conmigo, como si dos voces tuviesen el doble de posibilidades de hacer que volviera. Casi me senti aliviado cuando por esa misma epoca hubo una epidemia de colera entre el pueblo y la burguesia de Jerusalen. Me parecio que esa prueba obligaba a los judios a compartir mi desgracia. Por fin los hombres empezaron a caer como moscas a mi alrededor, tuve que decidirme a alejarme de Jerusalen. Mas que retirarme a uno de mis palacios de Idumea o de Samaria, mande levantar un campamento en medio del desierto, en la gran depresion de Ghor, una hondonada aspera y esteril que apestaba a azufre y a asfalto, buena imagen de mi corazon devastado. Alli vivi unas semanas de postracion de la que solo me sacaban unas terribles jaquecas. Sin embargo, mi instinto no me habia enganado: el mal combate el mal. Contra mi dolor y el colera, el infierno del Ghor es como un hierro candente que se aplica a una llaga purulenta. Volvi a subir a la superficie. Ya era hora. En efecto, ya era hora de enterarme de que mi suegra Alejandra, a la que habia dejado imprudentemente en Jerusalen, conspiraba para conseguir el dominio de las dos fortalezas que dominan la ciudad, la Antonia, cerca del Templo, y la torre oriental, que se levanta en medio de los barrios de viviendas. Deje que aquella arpia, que era gravemente responsable de la muerte de Mariamna, fuera aun mas lejos en su intento, y luego apareci de pronto para confundirla. Su cadaver fue a unirse a los de su dinastia.
»Pero, ay, aun no habia terminado con la estirpe de los asmoneos. De mi union con Mariamna me quedaban dos hijos, Alejandro y Aristobulo. Despues de la muerte de su madre, los envie a instruirse a la corte imperial, a fin de sustraerlos a las miasmas de Jerusalen. Tenian diecisiete y dieciocho anos cuando me llegaron noticias alarmantes acerca de su conducta en Roma. Me avisaron que querian vengar a su madre de una muerte injusta -de la que me hacian el unico responsable- e intrigaban contra mi cerca de Augusto. Asi, unos anos despues, la desgracia seguia persiguiendome. Yo tenia cerca de sesenta anos, y tras de mi una larga sucesion de pruebas, de triunfos politicos brillantes, desde luego, pero que habia pagado con terribles reveses de fortuna. Pensaba seriamente en abdicar, en retirarme definitivamente a mi Idumea natal. Por fin el sentido de la Corona se impuso una vez mas. Fui a Roma en busca de mis hijos. Volvi con ellos a Jerusalen, les instale cerca de mi, y me preocupe por casarlos. A Alejandro lo case con Glafira, hija de Arquelao, rey de la Capadocia. A Aristobulo le di por esposa a Berenice, hija de mi hermana Salome. Muy pronto un verdadero frenesi de intriga se apodero de toda mi familia. Glafira y Berenice se declararon la guerra. La primera consiguio que su padre, el rey Arquelao, interviniera contra mi en Roma. Berenice se alio con su madre Salome para enemistarme con Alejandro. En cuanto a Aristobulo, por fidelidad a la memoria de su madre, quiso solidarizarse con su hermano. Para que la confusion llegara a su colmo, se me ocurrio llamar a Jerusalen a mi primera mujer, Doris, y a su hijo Antipater, que vivian en el destierro desde que me case con Mariamna. Ambos participaron activamente en aquellas luchas, y Doris no cejo hasta lograr compartir de nuevo mi lecho.