Despues de incorporarse, pone junto a la bandeja un objeto pequeno que tiene en la mano derecha: una ampolla de cristal incoloro del tipo corriente usado en farmacia y de la que solo se ha roto una punta, lo que quiere decir que el liquido solo puede haberse extraido mediante una jeringuilla provista de su aguja de inyectar. El personaje de smoking oscuro mira tambien la ampolla, pero esta no lleva ningun nombre o marca que pueda indicar lo que contenia.
Mientras tanto, se han separado las ultimas parejas que aun bailaban, tras haber cesado la musica. Lady Ava tiende una mano elegante y cortes a uno de los hombres de negocios, que se despide de ella con ademanes ceremoniosos. Es el unico invitado que lleva un smoking de color oscuro (de un azul marino muy intenso, a menos que sea negro); todos los demas, aquella noche, iban de smoking blanco, spencer blanco o en trajes de calle de tonos diversos, oscuros por descontado. A mi vez me acerco a la senora de la casa y me inclino, mientras me tiende, para que los bese, el extremo de sus largos dedos de unas quiza excesivamente rojas. Repite asi el gesto que acaba de realizar con mi predecesor, y yo me inclino ceremoniosamente de igual modo y cojo su mano para sostenerla mientras la rozo con el borde de los labios, repitiendose exactamente la escena en sus menores detalles.
Fuera, el calor es sofocante. Perfectamente inmovil en la noche humeda, como petrificado en medio de una materia solida, se inclina sobre la avenida el follaje finamente recortado de los bambues, iluminado por la luz incierta que llega de la escalinata de la villa y destacandose sobre un cielo totalmente oscuro, entre el chirriar constante y ruidoso de las cigarras. En la puerta del parque no hay taxis, pero si varias jinrikishas alineadas a lo largo de la tapia. El conductor que tira de la primera de la fila es un hombrecillo enclenque, vestido con mono; ofrece sus servicios en un lenguaje incomprensible, que debe de imitar el ingles. Bajo la capota de lona en forma de alero, subida en prevision de las lluvias repentinas, muy frecuentes en esta epoca del ano, el asiento esta provisto de una almohadilla pegajosa y dura, cuyo hule roto deja salir su relleno por uno de los angulos: una materia aspera, apelmazada en mechones rigidos, impregnados de humedad.
El centro de la ciudad desprende, como de costumbre a estas horas, un olor dulzon a huevos semipodridos y fruta demasiado madura. La travesia en el transbordador de Kowloon no trae el menor frescor, y, en la otra orilla, las jinrikishas que esperan son identicas, estan pintadas del mismo rojo estridente y tienen las mismas almohadillas de hule; sin embargo, las calles son mas anchas y limpias. Los escasos peatones que circulan aun, aqui y alla, al pie de los rascacielos, van vestidos casi todos a la europea. Pero un poco mas lejos, por una avenida desierta, una joven alta y flexible, con un traje cenido de seda blanca abierto lateralmente, pasa bajo la claridad azul de una farola. Lleva sujeto a una correa, con el brazo tendido, un perrazo negro de pelo brillante que avanza, rigido, delante de ella. Pronto desaparece, y su duena tras el, bajo la sombra de una higuera gigante. Los pies del hombrecillo que corre entre los varales siguen golpeando, con ritmo vivo y regular, el asfalto liso.
Intentare, pues, relatar ahora aquella velada en casa de Lady Ava, precisar en todo caso cuales fueron, por lo que yo se, los principales sucesos que la singularizaron. Llegue a la Villa Azul sobre las nueve y diez en taxi. Un parque de vegetacion tupida rodea por todas partes la inmensa mansion de estuco, cuya arquitectura recargada, asi como la yuxtaposicion de elementos aparentemente heteroclitos y su color insolito sorprenden siempre, incluso a quien la ha contemplado ya muchas veces, cuando aparece, a la vuelta de una avenida, enmarcada de palmeras reales. Como tenia la impresion de llegar algo temprano, es decir, de ser uno de los primeros invitados en franquear la puerta, si no el primero, ya que no veia a nadie mas ni en el camino de acceso ni en la escalinata, preferi no entrar enseguida y torci hacia la izquierda para dar unos pasos por aquella parte del jardin, la mas agradable. Solo los alrededores inmediatos de la casa estan alumbrados, incluso en dias de recepcion; enseguida unos espesos macizos vienen a obstruir la luz de los faroles, y hasta el resplandor azul reflejado por las paredes de estuco; pronto no se distingue mas que el contorno de las avenidas de arena clara y luego, cuando los ojos se habituan a la oscuridad, la forma de conjunto de los bosquecillos y arboles mas proximos.
El ruido producido por millares de insectos invisibles, que seguramente son cigarras o una especie parecida de canto nocturno, es ensordecedor. Es un ruido estridente, uniforme, perfectamente regular y continuo, que procede de todos los lados a la vez y cuya presencia es tan violenta que parece localizarse en el oido mismo del paseante. Este, sin embargo, puede a menudo no advertirlo, debido a la total ausencia de interrupcion y de cambio de intensidad o altura. Y de pronto, sobre este fondo sonoro, se destacan unas palabras: «?Nunca!… ?Nunca!… ?Nunca!» El tono es patetico, y hasta un poco teatral. La voz, aunque grave, es ciertamente la de una mujer, que debe de estar muy cerca, seguramente detras mismo de la alta masa de ravenalas que bordea la avenida por la derecha. Afortunadamente la tierra blanda no hace el menor ruido bajo las pisadas de quien se aventura por alli. Pero, entre los delgados troncos coronados por su ramo de hojas en forma de abanico, solo se distinguen otros troncos, cada vez mas juntos, formando un bosque infranqueable que probablemente tiene una gran profundidad.
Al volverme, descubri de pronto la escena: dos personajes inmovilizados en actitudes dramaticas, como bajo el influjo de una intensa emocion. Antes quedaban ocultos por un matorral bastante bajo, y fue al avanzar hasta el macizo de ravenalas y subir luego la pendiente de tierra desnuda cuando alcance la posicion desde la que era facil divisarlos, en medio de un halo de luz azul procedente de la casa, repentinamente mas cercana de lo que dejaba suponer el camino recorrido, y en un espacio bruscamente despejado justo en aquel lugar. La mujer lleva un vestido largo, de falda muy ancha, con los hombros y la espalda desnudos; esta de pie, con el cuerpo bastante rigido, pero con la cabeza vuelta y los brazos esbozando un movimiento ambiguo de adios, o de desden o de expectacion: la mano izquierda apenas separada del cuerpo, a la altura de la cadera, y la derecha levantada hasta el nivel de los ojos, con el codo medio doblado, y los dedos extendidos, abiertos, como si se apoyara en una pared de cristal. A unos tres metros, en la direccion aproximada que parece condenar -o temer- la mano, se halla un hombre con spencer blanco que parece a punto de desplomarse, como si acabara de recibir un disparo, y la mujer hubiera soltado el arma en el acto y permaneciera asi, con la mano derecha abierta, anonadada por su propia accion, sin atreverse siquiera a mirar al hombre, que tan solo se ha doblado sobre las piernas, con la espalda algo encorvada, una mano crispada en el pecho y la otra extendida a un lado, hacia atras, como buscando algo en que apoyarse.
Despues, muy despacio, sin enderezar el cuerpo ni las rodillas dobladas, mueve esta mano hacia adelante, se la lleva a los ojos (realizando asi una imagen perfecta de la expresion «velarse la faz») y se queda entonces tan inmovil como su companera. Sigue petrificado en la misma postura cuando esta, con paso lento y regular de sonambula, emprende el camino hacia la casa de reflejos azulados, y se aleja, manteniendo los brazos levantados en la misma posicion y rechazando con la mano izquierda la invisible pared de cristal.
Un poco mas lejos, en la misma avenida, hay un hombre solo sentado en un banco de marmol. Vestido de color oscuro y colocado bajo una planta carnosa, con hojas en forma de mano que avanza por encima de el, tiene ambos brazos separados a cada lado del cuerpo, las palmas de las manos apoyadas en la piedra y los dedos curvados en su borde redondeado; el busto esta doblado hacia adelante, la cabeza en una contemplacion fija -o ciega- de la arena palida ante sus zapatos de charol. Mas lejos aun, una muchacha muy joven -vestida unicamente con una especie de camisa de manga corta hecha jirones que deja asomar en varios puntos la carne desnuda, en los muslos, el vientre, el torso de pechos nacientes, los hombros- esta atada al tronco de un arbol, con las manos atras, la boca abierta de terror y los ojos agrandados por lo que ve ante si: un tigre de grandes dimensiones, detenido apenas a unos metros, que la contempla un instante antes de devorarla. Es un grupo escultorico, de tamano natural, tallado en madera a comienzos de siglo, que representa una escena de caza en la India. El nombre del artista -un nombre ingles- se halla grabado en la madera, en la base del falso tronco de arbol, junto al titulo de la estatua: «El cebo.» Pero el tercer elemento del grupo, el cazador, en vez de estar encaramado en algun elefante o en lo alto de alguna atalaya, permanece tan solo un poco al margen, de pie entre las altas hierbas, con la mano derecha crispada en el manillar de una bicicleta. Viste traje de algodon blanco y casco colonial. No se apresta a disparar; el canon del rifle, que lleva aun en bandolera, le asoma por detras del hombro izquierdo. Por lo demas, no es al tigre a quien mira sino al cebo.
Naturalmente la noche esta demasiado oscura, en esa parte del jardin, para que se puedan distinguir con precision la mayoria de estos detalles, visibles unicamente en pleno dia: la bicicleta, por ejemplo, lo mismo que el nombre de la estatua y el del escultor (algo asi como Johnson o Jonstone). El tigre, por el contrario, y sobre todo la muchacha atada al arbol, que se hallan muy cerca de la avenida, resaltan con bastante nitidez sobre el fondo mas oscuro de la vegetacion. De dia, en esa parte, se pueden admirar otras esculturas, todas mas o menos horribles o fantasticas, como las que adornan los templos de Tailandia o el Tiger Balm Garden de Hong Kong.
«Si no ha visto eso, no ha visto nada», dice hablando de este ultimo el hombre gordo mientras deja su copa de champan, vacia, en el mantel blanco arrugado junto a una flor de hibiscus marchita, uno de cuyos petalos queda cogido bajo el disco de cristal que forma la base de la copa. Es en este momento cuando se abre bruscamente la pesada puerta, empujada con violencia desde fuera, para dar paso a los tres policias britanicos de uniforme: short y camisa caqui de manga corta, calcetines blancos y zapatos bajos. El ultimo que entra cierra la puerta y se queda montando guardia junto a ella, con las piernas ligeramente separadas y la mano derecha apoyada en la funda de cuero del revolver, en la cadera. Otro cruza la estancia con paso decidido hacia la puerta del fondo, mientras el tercero -que no parece armado, pero lleva galones de alferez en las hombreras- se dirige hacia la senora de la casa como si supiera exactamente donde esta, aunque en este momento permanece oculta a sus miradas, sentada en un sofa amarillo en uno de los entrantes con columnas que corresponden a los miradores de estilo chino de la fachada oeste. Precisamente esta diciendo: «?Nunca?… ?Nunca?… ?Nunca?…», en tono risueno, mas evasivo que firme (pero quiza insinuante), a una joven rubia que esta de pie junto a ella. Al pronunciar estas palabras, Lady Ava se ha vuelto hacia la ventana de gruesas cortinas corridas. La joven lleva un vestido de noche de muselina blanca de larga falda muy ahuecada y cuerpo muy escotado, que deja al descubierto los hombros y el inicio de los pechos. Mantiene los ojos inclinados hacia el terciopelo amarillo del sofa: parece reflexionar; al final dice: «Bien… Lo intentare.» Lady Ava vuelve entonces la mirada al rostro rubio, de nuevo con la misma sonrisa un poco ironica. «Manana, por ejemplo…», dice. «O pasado manana…», dice la joven, sin alzar los ojos. «Mejor manana», dice Lady Ava.