Padecía de accesos nefríticos, y así, cuando algo le impresionaba hondamente, reflejábase esta impresión en rostro, piernas y brazos, que se cubrían de edemas y se hinchaban, con lo que cada vez se ponía más gordo y fofo. Con angustia de enfermo, empezó a notar cómo su rostro se iba abotagando más y más, y comenzó a preocuparle obstinadamente el trágico fin que le anunciaran. Sucesivamente fueron desfilando por su memoria los últimos atentados que contra ilustres personajes se habían cometido; evocó la trágica visión de sus cuerpos despedazados por las bombas, los trozos de masa encefálica que salpicaban pavimento y paredes, así como los dientes arrancados de las deshechas mandíbulas. Influido por tales recuerdos, parecióle que su cuerpo, tendido en el lecho, no era ya suyo, y creyó sentir la tremenda fuerza de la explosión; experimentó la sensación de que sus brazos se desprendían del tronco, y los dientes se caían, y se le pulverizaba el cerebro, y pies y piernas se le paralizaban, y agarrotábansele los dedos, hasta adquirir rigidez cadavérica. Se agitó en el lecho, suspiró fuertemente y tosió para cerciorarse de que no estaba muerto; el frufrutante rumor de la sedeña colcha y el crujido del sommieraliviaron su acongojado ánimo; mas para acabar de tranquilizarse y alejar de sí toda idea de muerte, exclamó en alta voz, que rasgó el silencio nocturno:

—¡Bravo, muchachos! ¡Muy bien, muy bien!

Quería dirigirse a sus polizontes y a sus soldados, a todos los que, al hacerle aquella confidencia y advertirle tan oportunamente el proyectado crimen, salváranle la vida. Sin embargo, aun cuando aprobaba la acción de la policía y trataba con sonrisa forzada de expresar el desprecio por el fracaso de sus torpes enemigos, no creía poder salvarse, ni que la muerte no le sobreviniese súbita y rápidamente. La muerte con que los conjurados le amenazaban se erguía ante él y se apoderaba de su pensamiento y paralizaba sus intenciones, como si estuviese agazapada allí, en un rincón de la alcoba, y dispuesta a no moverse de allí en tanto que los criminales no fuesen detenidos y desarmados y encarcelados tras seguras rejas y fuertes cerrojos. Recordó las palabras del policía:

—¡A la una, precisamente a la una, Excelencia!

Esta frase le perseguía, le obsesionaba, como un estribillo repetido en todos los tonos: jocoso y burlón unas veces, fiero otras, frío y monótono en ocasiones. Dijérase que una mano misteriosa había instalado en la alcoba multitud de altavoces que, sucesiva e incansablemente, anunciaban con mecánica estupidez:

—¡A la una, precisamente a la una, Excelencia!

De pronto, aquella hora del día siguiente separóse, como arrancada del indistinto conjunto de las otras, y aquel fragmento de tiempo, que apenas era sino un mudo avance de la manecilla en la esfera del áureo reloj, cobró un gesto de amenaza, de aciago presagio; con ágil brinco separóse del círculo, comenzó a vivir por sí misma y se irguió como altísimo y sombrío poste que partía en dos la vida. Era como si se hubiesen borrado todas las demás horas y únicamente aquélla se alzase con insolente gesto, como si ella tuviese derecho a una existencia especial.

Encaróse con ella el ministro, y «¿Qué quieres?», la preguntó con cólera.

El coro de altavoces continuaba:

—¡A la una, precisamente a la una, Excelencia!

Y el poste negro se inclinaba en irónica reverencia.

El ministro no podía conciliar el sueño; apretó los dientes, incorporóse en el lecho y sepultó el hinchado rostro entre las manos.

Con igual intensidad que si los estuviese viviendo, imaginó los momentos de la siguiente mañana. ¡Cómo, a no haber sabido lo que se preparaba, se hubiese levantado al igual que todos los días! ¡Cómo hubiera tomado café, ignorante y despreocupado! ¡Cómo, en fin, se hubiera vestido en su tocador, sin que ni su ayuda de cámara ni el criado que le sirvió el desayuno comprendieran lo inútil que es servir el desayuno y ayudar a poner el gabán a quien a los pocos momentos ha de desaparecer, con el gabán que cubre su cuerpo y el café que dentro de su estómago llevaba, despedazado por una explosión!...

Separó del rostro las manos y lanzó un ¡ay! en voz alta.

Luego buscó a tientas la llave de la luz y la encendió. Después se levantó y se puso a dar paseos, descalzo, por la alfombra de aquella alcoba que no era la suya. Tropezaron sus ojos con otra llave, y encendió la lámpara a que correspondía. Y dio la nueva luz tan jubilosa animación a la habitación, que del ministerial terror, aún no desaparecido del todo, apenas quedaba otra señal que las revueltas ropas del lecho, cuya colcha yacía por el suelo.

Con la barba despeinada por los bruscos movimientos, desorbitados los ojos y la respiración jadeante, el ministro, que se hallaba en ropas menores, parecía un anciano agitado por el insomnio. Obsesionábale siempre la idea de la muerte que le preparaban, y junto a este pensamiento borrábase el fausto de que estaba rodeado. Con todo, hacíasele difícil creer que aquel cuerpo suyo, tan presente y tangible, pudiera ser devorado por el fuego y sus miembros despedazados por la explosión.

Sentóse, rendido, en una butaca, y apoyó la barba en la mano. Luego fijó en el techo los extraviados ojos.

Y comprendió que allí mismo, en aquella habitación, estaba la causa de sus terrores, allí se hallaba el origen de su susto y de su agitación. ¡Y él, quieto allí, en aquel rincón, no se marchaba, no podía marcharse!

—¡Imbéciles! —pensó, haciendo un mohín despectivo—. ¡Imbéciles! —repitió luego en alta voz.

Y para que pudiesen oírlo aquellos a quienes se dirigía la invectiva, volvióse hacia la puerta. Eran los mismos mozos que poco antes elogiara y el propio agente que con tanta diligencia le había prevenido contra el atentado que se fraguaba.

—Es natural —se dijo— que tenga miedo ahora que me lo han contado. Pero si no lo supiera, habría tomado tranquilamente el café. ¿Es que yo tengo miedo a la muerte? ¡Bah! Los riñones me hacen sufrir mucho, y, después de todo, algún día he de morir. ¡Algún día! Mas como no sé cuál, no lo temo. Y esos idiotas me salen ahora con que va a ser mañana, «a la una, precisamente a la una, Excelencia», y los muy estúpidos creen que me han hecho un favor, y lo que han conseguido es traerme aquí la muerte, que está aquí, que no quiere irse de aquí. No puede irse, porque está dentro de mí. No es tan terrible la muerte como el saber cuándo se va a morir. La vida sería imposible si se conociese con exactitud la hora de la muerte. ¡Y los muy imbéciles me lo avisan y me dicen: «Mañana a la una, precisamente a la una, Excelencia»!

Animóse súbitamente, como si alguien le hubiese anunciado que era inmortal, que no moriría nunca, nunca. Parecióle recobrar todas sus facultades intelectuales, todo su vigor físico, su superioridad, en fin, sobre aquella reata de imbéciles que con tan necia osadía querían revelar el futuro. Y pensó que el mejor don que puede alcanzar un hombre anciano y achacoso es la ignorancia.

¡Bendita ignorancia ésta de la hora del fin, que ningún ser vivo, hombre o bestia, puede adivinar! Poco antes había estado el ministro enfermo; desahuciáronle los médicos y le invitaron a dictar sus últimas disposiciones. Él no les había hecho caso, y, en efecto, al poco tiempo estaba como si tal cosa, sano y libre de las amenazas de los facultativos.