Ruslán, enfurecido, reconoció la voz de Ratmir.
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Pero, amigos ¿qué le ocurre a nuestra gentil doncella? Dejemos de ocuparnos, por un momento, de los jóvenes guerreros. Más tarde volveremos a ellos. Ha llegado ya el punto de acordarnos de la princesa y del terrible Chernomor.
Os he contado ya cómo durante una noche oscura desaparecieron, ante los ojos de Ruslán y envueltos en una densa niebla, los encantos de la dulce princesa.
¡Pobre Liudmila! Cuando el raptor se apoderó de ti, arrebatándote de tu aposento, voló contigo por las nubes y se dirigió, envuelto en humo y tinieblas, hacia sus montañas; perdiste el conocimiento y te encontraste después, pálida y temblorosa, en el castillo encantado del brujo.
Así vi también una vez, desde el umbral de mi casita, cómo un día de verano corría un gallo, sultán del gallinero, persiguiendo a una tímida gallina. Disponíase ya mi gallo a alcanzarla... Pero por encima de él un azor gris, viejo raptor de los polluelos de la aldea, volaba describiendo círculos caprichosos, y lleno de oscuras intenciones. De súbito cayó como un rayo en el corral y volvió a subir. Y ya se encuentra la pobrecilla en las garras del peligroso raptor, que se la lleva a sus oscuras cuevas, lugar seguro para él. En vano el gallo, sorprendido y tembloroso, llama a su compañera. No ve ya más que plumas que vuelan arrastradas por el viento...
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La princesa permaneció sin sentido toda aquella noche, sumida en una oscura pesadilla. Por fin volvió en sí, y era ya la mañana, presa de una viva emoción, y angustiada a la vez por un funesto presentimiento.
Su alma vuela al encuentro de la dicha y buscando con impaciencia a aquel a quien ama, murmura:
—¿Dónde estás, esposo amado?
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Pero se estremece al mirar en derredor...
¡Liudmila! ¿Dónde está tu habitación?... La pobre doncella se despierta entre mullidas alfombras, bajo un rico baldaquín... allí cortinas... aquí espesos colchones, borlas y bordados incomparables... Por doquier riquísimos brocados... Brillan las piedras preciosas; y de los trípodes de oro ascienden nubes de humo aromático...
Pero basta... No es preciso que describa un palacio encantado, pues Scherezade lo hizo antes que yo.
Mas ningún valor tiene el más soberbio de los palacios si no alberga a un ser querido.
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Tres doncellas de adorable belleza, ataviadas con ligeras y maravillosas vestiduras, presentáronse ante la princesa... Se acercaron y la saludaron inclinándose hasta el suelo.
Una de ellas, con sus dedos ligeros como el aire, le peinó sus dorados cabellos, disponiéndolos en trenzas, con maestría digna de nuestros tiempos; luego ciñó su blanca frente con una corona de perlas.
Acercóse después, con tímida mirada, una segunda doncella. Y el esbelto cuerpo de Liudmila se vio envuelto en una riquísima túnica color de cielo. Sobre sus hombros y su pecho cayó un velo transparente como la bruma. Dos ligerísimas zapatillas comprimieron su par de piececillos, maravilla entre las maravillas.
La tercera de las doncellas ofreció a la princesa un cinturón de corales, mientras una cantante invisible entonaba alegres canciones.
Pero ni las piedras preciosas, ni las perlas, ni tampoco las alegres canciones de alabanza, podían aliviar el alma de la joven princesa. En vano le mostraba el espejo sus encantos, sus espléndidos vestidos; ella permanecía triste y callada.
Y los amantes de la verdad, como en general todos los que pueden leer en el fondo de los corazones, saben sobradamente que si una mujer se muestra apenada y si, a través de sus lágrimas, se olvida, contra toda razón y costumbre, de lanzar una mirada, aunque sea de reojo, al espejo, es que en verdad se siente en extremo afligida.
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Liudmila vuelve a encontrarse sola. Sin saber qué hacer se acerca a una ventana enrejada y su mirada se pierde en la brumosa lejanía. Todo parece muerto. Los valles están cubiertos de blancas alfombras de nieve. Los sombríos picos de las montañas parecen dormidos en medio de aquella blanca monotonía y de aquel eterno silencio. En parte alguna se divisa una humeante chimenea, ni huellas de vida humana. El son alegre del cuerno de caza no resuena por aquellos montes desolados. Tan sólo ráfagas de viento soplan sobre el campo desierto, agitando las copas de los árboles desnudos que se elevan hacia el cielo pálido.
Llorando de desesperación, Liudmila se cubre el rostro con las manos.
—¡Desventurada de mí! ¿Qué me aguarda ahora?...
Se precipita hacia una puerta y ésta se abre ante ella a los sones de una música melodiosa.
Liudmila se encuentra ahora en un jardín. ¡Qué maravilloso lugar! ¡Es más bello que los jardines de Armida y más admirable aún que los que poseyeron el rey Salomón y el príncipe de Taurida! Ofrécense a su vista, agitados y rumorosos, espléndidos bosques de robles, avenidas de palmeras y parques de laureles, hileras de mirtos, altivas copas de cedros y dorados naranjales. Y todo se refleja en el espejo de las aguas.
La colina, los bosquecillos y los valles se ven reanimados por un calor primaveral y una brisa de mayo sopla refrescando los campos encantados. Un ruiseñor chino canta entre el follaje. Brillan los surtidores lanzando hacia las nubes sus aguas cristalinas con alegre rumor, y salpicando las estatuas que los rodean, que parecen vivas. El propio Fidias, alumno de Febo y de Palas, contemplándolas, hubiera dejado caer, lleno de envidia, su divino cincel. Las cascadas, cayendo desde gran altura, se quiebran sobre rocas de mármol y se multiplican en perlas que brillan como el arco iris. Bajo la verde sombra de los bosques serpentean millares de arroyuelos, que vierten allí sus aguas soñolientas, lugares de frescura y descanso. Acá y acullá surgen de entre el eterno verdor soberbios pabellones entre tupidos rosales que bordean senderos solitarios.
Pero la inconsolable Liudmila ni siquiera mira todas aquellas bellezas. Está cansada de tanta maravilla y todo la entristece. Prosigue adelante su camino sin saber adónde va y pasea así por todo el jardín dando rienda suelta a sus lágrimas y elevando sus miradas al cielo, que le parece implacable y oscuro.