– Gervais, est?s loco -fueron las primeras palabras del se?or conde.

– Querido Charles, eso no es ninguna novedad -respondi? el marqu?s-. ?De qu? particular locura me acusan ahora? -respondi? el marqu?s ech?ndose cuan largo era en un sof? y mirando a su amigo con una sonrisa que parec?a desafiar el paso de los a?os sobre su rostro.

– De la ?ltima. La que has cometido con esa actriz de la Compa??a Binet.

– ?Eso? ?Bah! Es s?lo un peque?o incidente. No es ninguna locura.

– S? lo es en estos momentos -insisti? el conde. El marqu?s le interrog? con la mirada, y el otro le explic?-: Aline lo sabe todo. C?mo se enter?, no lo s?. Pero lo sabe y est? profundamente ofendida.

La sonrisa desapareci? del rostro del marqu?s y se incorpor? ansioso.

– ?Ofendida?

– S?. Ya sabes c?mo es. Sabes los ideales que se ha formado. Le ofende que mientras vienes aqu? por ella, al mismo tiempo busques el amor de esa Binet.

– ?C?mo sabes eso? -pregunt? el se?or de La Tour d'Azyr.

– Aline se lo cont? a su t?a. Y la pobre ni?a parece tener algo de raz?n. Dice que no tolerar? que beses su mano con los labios manchados a?n de… vamos, ya sabes a qu? me refiero. Piensa en la impresi?n que esas cosas causan en un alma pura y sensible como la de Aline. Dice cosas horribles. Por ejemplo, que la pr?xima vez que beses su mano, pedir? un aguamanil para lav?rsela en tu presencia.

El rostro del marqu?s se puso de color escarlata. Se levant?. Conociendo su mal genio, el conde de Sautron estaba preparado para cualquier exabrupto. Pero no fue as?. El marqu?s se dirigi? lentamente a la ventana, cabizbajo y con las manos cruzadas a la espalda. Y desde all?, sin volverse, habl? con cierto tono de tristeza.

– Llevas raz?n, Charles -dijo-, soy un loco. Un loco malvado. Todav?a me queda sentido com?n para admitirlo. Supongo que esto se debe a mi estilo de vida. Nunca me he privado de ning?n capricho.

S?bitamente dio media vuelta, y exclam?:

– ?Dios m?o, pero yo quiero a Aline como nunca he querido a nadie! Me morir?a de rabia si supiera que por mi locura la he perdido -se dio una palmada en la frente y a?adi?-: Soy un libertino, deb? suponer que si ella se enteraba de mis diabluras, me detestar?a; y te juro, Charles, que soy capaz de atravesar el fuego del Infierno para reconquistar su respeto y su aprecio.

– Espero que no sea para tanto -dijo Charles, y para atenuar la tensa situaci?n que empezaba a aburrirle con su solemnidad, brome?-: Lo ?nico que se te pide es que no juegues con fuego, un fuego que, en opini?n de mi sobrina, no es precisamente purificador.

– Todo ha terminado con esa actriz. ?Todo! -asegur? el marqu?s.

– Te felicito. ?Cu?ndo tomaste esa decisi?n?

– Ahora mismo. ?Ojal? la hubiese tomado hace veinticuatro horas! -se encogi? de hombros-. Al fin y al cabo, veinticuatro horas han bastado para cansarme de esa mujercilla ego?sta. ?Bah! -y un estremecimiento de disgusto le recorri? de la cabeza a los pies.

– As? todo ser? m?s f?cil -dijo c?nicamente el se?or de Sautron.

– No digas eso, Charles. No es tan f?cil. Deb?as haberme avisado a tiempo.

– Lo he hecho a tiempo, si aprovechas mi advertencia.

– Har? cualquier penitencia. Me postrar? a sus pies. Me humillar?. Har? acto de contrici?n y el cielo me ayudar? a enmendarme -dijo tr?gicamente.

Para el se?or de Sautron, que siempre hab?a visto al marqu?s tan arrogante y burl?n, aquella conducta era asombrosa. Hubiera querido desaparecer de all? para ver la escena a trav?s del ojo de una cerradura. Le dio unas palmadas en el hombro a su amigo.

– Querido Gervais, te veo en un estado de exaltaci?n rom?ntica. Basta ya. Sigue as? y te prometo que todo ir? bien. Yo ser? tu embajador, y no te quejar?s de m?.

– Pero ?por qu? no puedo ir a hablarle personalmente?

– Si eres inteligente, desaparecer?s por un tiempo. Escr?bele si quieres. Canta la palinodia epistolarmente. Yo le explicar? que no has ido a verla siguiendo mi consejo, y emplear? todo mi tacto. Soy un buen diplom?tico, Gervais, puedes confiar en m?.

El marqu?s levant? la cabeza y mostr? un rostro entristecido. Le tendi? la mano al conde.

– Muy bien, Charles. Pr?stame este servicio y contar?s con mi amistad para todo.

CAP?TULO XI Ri?a tumultuaria en el Teatro Feydau

Dejando en manos de su amigo el asunto de la se?orita de Kercadiou, el marqu?s de La Tour d'Azyr abandon? el castillo de los Sautron profundamente apesadumbrado. Veinticuatro horas con la Binet eran suficientes para un hombre de gustos tan versallescos. Ahora recordaba ese episodio con repugnancia -inevitable reacci?n psicol?gica- admir?ndose de que hasta la v?spera la hubiera encontrado tan deseable y reproch?ndose aquel antojo que hab?a puesto en peligro su relaci?n con la se?orita de Kercadiou. Pero nada extraordinario hab?a en su estado de ?nimo, de modo que no necesit? extenderse m?s sobre el tema. Era simplemente el resultado del conflicto entre la bestia y el ?ngel que habitan en todo hombre.

El caballero de Chabrillanne -que siempre estaba a su servicio- se sentaba frente a ?l en la enorme berlina. Entre ellos hab?a una mesita plegable y el caballero sugiri? jugar una partida de piquet, pero el marqu?s no ten?a humor para eso. Estaba ensimismado. Y cuando el coche empez? a rodar por las calles de Nantes, el se?or de La Tour d'Azyr record? su reciente promesa de asistir a ver actuar a la se?orita Binet aquella noche en La amante infiel. Y ahora no quer?a verla ni en pintura. Esto le resultaba desagradable por dos motivos. Por una parte, era faltar a su palabra y, por otra, actuaba como un cobarde. Y lo que era peor: aquella ma?ana le hab?a dado esperanzas a la actriz de ofrecerle en el futuro m?s favores de los concedidos hasta ahora. Aquella mujer vulgar -como ahora la juzgaba-hab?a tratado de arrancarle promesas con garant?as para el porvenir. Hab?an hablado de llevarla a Par?s, de alojarla en una casa amueblada y, a la sombra de su poderosa protecci?n, hacer que las puertas de los grandes teatros de la capital se abrieran de par en par ante su talento. No era que ?l se hubiera comprometido exactamente, de lo que se alegraba. Pero tampoco se hab?a negado categ?ricamente. Ahora se impon?a aclararlo todo con ella, pues estaba obligado a escoger entre su ef?mera pasi?n por la comedianta -ya casi apagada- y la adoraci?n casi m?stica que sent?a por Aline.

Su honor le exig?a salir de aquella falsa posici?n. Por supuesto, la Binet le har?a una escena, pero ?l conoc?a el remedio para curar esos ataques de histeria. Al fin y al cabo, el dinero todo lo puede. Tir? del cord?n y se detuvo el coche. Un lacayo apareci? en la ventanilla de la portezuela.

– Al Teatro Feydau -orden? el marqu?s. El lacayo desapareci? y la berlina sigui? rodando. El se?or de Chabrillanne se ri? c?nicamente.

– Ser? mejor que no te r?as -le dijo el marqu?s-. No puedes comprenderlo. -Y acto seguido explic? lo que le suced?a. Era una rara concesi?n en ?l, pero se sent?a obligado a aclararlo todo. Reflejando la misma seriedad del marqu?s, su primo dijo:

– ?Por qu? no le escribes? Yo en tu lugar no complicar?a m?s las cosas.

– Las cartas pueden extraviarse, tergiversarse -respondi? el marqu?s- Dos riesgos a los que no quiero exponerme. Si ella no me contestara, me dejar?a en la incertidumbre. Y yo no estar?a en paz hasta saber que esa relaci?n ha terminado. El coche puede esperarnos mientras estemos en el teatro. Despu?s seguiremos viaje toda la noche si fuera necesario.

– ?Maldita sea! -hizo una mueca el se?or de Chabrillanne.

El gran carruaje se detuvo ante el iluminado p?rtico del Teatro Feydau y los dos caballeros descendieron. Sin saberlo, el marqu?s de La Tour d'Azyr acababa de caer en manos de Andr?-Louis.

Aquel mismo d?a, pero por la ma?ana, Andr?-Louis estaba exasperado porque Clim?ne se hab?a ausentado de Nantes en compa??a del marqu?s, aunque lo que m?s le indignaba era ver la muda complacencia con que el se?or Binet hac?a la vista gorda.

Por m?s que Andr?-Louis se las diera de estoico, y por mucho hierro que quisiera quitarle al asunto, estaba atormentado. No culpaba a Clim?ne, pero sab?a que se hab?a equivocado respecto a ella. Seg?n la ve?a ahora, no era m?s que una fr?gil barca a la deriva, a merced del primer viento que le prometiera avanzar. Estaba enferma de ambici?n, y Andr?-Louis se felicitaba de haberlo descubierto a tiempo. Ahora s?lo sent?a por ella una gran l?stima. La compasi?n era lo que quedaba del amor que ella le hab?a inspirado, eran las heces del amor, el desperdicio depositado en el fondo despu?s de vaciada la cuba del potente vino. Todo el odio de Andr?-Louis se concentraba en su padre y en su seductor.

Las ideas que cruzaban su mente el lunes por la ma?ana, cuando se descubri? que Clim?ne no hab?a regresado a?n de su excursi?n del d?a anterior en el coche del marqu?s, eran bastante siniestras sin necesidad de que el turbado L?andre las atizara. Hasta ahora ambos hombres se hab?an tratado con mutuo desd?n. Pero de pronto, compartir aquella desgracia, los un?a en una especie de alianza. Al menos eso pensaba L?andre cuando aquella ma?ana buscaba a Andr?-Louis en el muelle que estaba frente a la posada. All? lo encontr?, aparentemente despreocupado, fumando su pipa.

– ?Redi?s! -dijo-. ?C?mo puedes estar ah? tan tranquilo y fumando a estas horas?…

Scaramouche mir? al cielo y dijo:

– No hace fr?o, y hay buen sol. Aqu? se est? muy bien.

– No estoy hablando del tiempo -replic? L?andre de lo m?s excitado.

– ?Y entonces de qu? est?s hablando?

– ?De Clim?ne, por supuesto!

– ?Oh! Esa se?orita ya no me interesa -minti? Andr?-Louis.

L?andre se plant? frente a ?l. Era apuesto, sus cabellos estaban empolvados y llevaba medias de seda. Su rostro estaba p?lido y sus ojos parec?an m?s grandes que de costumbre.

– ?Ya no te interesa? ?No vas a casarte con ella?

Andr?-Louis contempl? la nube de humo que sal?a de su pipa.

– No me ofendas. No me conformo con un plato de segunda mano.

– ?Dios m?o! -exclam? L?andre abriendo los ojos-. ?Es que no tienes coraz?n? ?Sigues siendo el mismo Scaramouche de siempre?

– ?Qu? esperas que haga? -pregunt? Andr?-Louis ligeramente sorprendido.

– No esperaba que la perdieras sin luchar.

– Pero en vista de que ya se ha ido -dijo dando una chupada a su pipa al tiempo que L?andre apretaba los pu?os con rabia impotente-, ?c?mo voy a luchar contra lo ineluctable? ?Luchaste t? cuando yo te la quit??

– No era m?a, as? que no me la quitaste. Yo s?lo era un pretendiente, en cambio t? la conquistaste. Pero aunque hubiera sido de otro modo, no se puede establecer una comparaci?n. Lo nuestro con ella era honrado, pero ?esto es el Infierno!