As? las cosas, un espl?ndido d?a de principios de agosto, Andr?-Louis no trabaj? en la academia, que ahora marchaba viento en popa gracias a sus ayudantes, alquil? un coche y parti? hacia Versalles, deteni?ndose en el Caf? de Amaury, que era donde se daban cita los bretones, semillero de donde surgi? aquella Sociedad de Amigos de la Constituci?n, m?s conocidos como jacobinos. Andr?-Louis buscaba a Le Chapelier, que hab?a sido uno de los fundadores del club y se hab?a convertido ahora en un hombre prominente. Era presidente de la Asamblea, y en aquella ?poca deliberaban precisamente sobre la Declaraci?n de los Derechos del Hombre.

La importancia de Le Chapelier se reflej? en lo servicial que se mostr? el camarero cuando Andr?-Louis pregunt? por ?l. El se?or Le Chapelier estaba arriba con unos amigos. El camarero se desviv?a por servir al caballero, pero tem?a interrumpir la reuni?n en la que el se?or diputado se encontraba.

Andr?-Louis le dio una moneda de plata para animarlo y se sent? a una mesa de m?rmol, junto a la ventana, para admirar la amplia plaza bordeada de ?rboles. All?, en aquella sala desierta a media tarde, fue a verle el insigne hombre. Hac?a un a?o que Andr?-Louis se le hab?a adelantado para la realizaci?n de una misi?n delicada, y ahora era el otro quien estaba en la cumbre, entre los grandes l?deres de la naci?n, mientras Andr?-Louis se manten?a abajo, en la sombra, confundido con la masa.

Este pensamiento rondaba la mente de ambos mientras examinaban la transformaci?n que unos meses hab?an operado en sus respectivas fisonom?as. Andr?-Louis observ? en Le Chapelier cierto refinamiento en el vestir y en la apostura. Estaba m?s delgado, ten?a el rostro m?s p?lido y miraba a su amigo con ojos cansados a trav?s de sus lentes con montura de oro. Por su parte, el diputado bret?n not? en Andr?-Louis cambios a?n m?s pronunciados. El manejo casi constante de la espada le hab?a dado a su amigo una gracia, una elasticidad de movimientos, un porte, y un no s? qu? de dignidad y de mando. Eso le hac?a parecer m?s alto y, aunque con sencillez, iba elegantemente vestido. Llevaba, como era de rigor, una peque?a espada con pu?o de plata, y sus cabellos negros, cuyos mechones Le Chapelier recordaba siempre ca?dos sobre su frente, estaban ahora lustrosos y bien peinados.

Sin embargo, en ambos las transformaciones eran s?lo superficiales, como enseguida advirtieron. Le Chapelier segu?a siendo el bret?n sincero y algo brusco de siempre. Al verlo, se qued? un rato sonriendo con una mezcla de sorpresa y alegr?a, y luego abri? los brazos. Los dos amigos se abrazaron, bajo la at?nita mirada del camarero, que desapareci? en el acto.

– ?Andr?-Louis, amigo m?o! ?C?mo es que te has dejado caer por aqu??

– Se suele caer de arriba. En cambio, yo vengo de abajo para contemplar de cerca a quien est? en las alturas.

– ?En las alturas! T? lo quisiste as?, pues muy bien podr?as estar ocupando ahora mi lugar.

– Las alturas me dan v?rtigo, y me parece que all? arriba la atm?sfera est? demasiado enrarecida. T? mismo no pareces muy a gusto, Isaac, te noto muy p?lido.

– La Asamblea celebr? sesi?n hasta altas horas de la noche. Por eso me ves tan p?lido. Esos condenados privilegiados multiplican nuestras dificultades. Evidentemente lo seguir?n haciendo hasta que decretemos su abolici?n.

Los dos amigos se sentaron frente a frente.

– ?Abolici?n! ?A tanto aspiras? No es que me sorprenda. Siempre fuiste un extremista.

– Es la ?nica forma de salvarles. Prefiero abolirlos oficialmente para salvarlos de otra abolici?n m?s peligrosa a manos de un pueblo que est? exasperado.

– Entiendo. Pero ?y el rey?

– El rey encarna a la naci?n. Junto con ella, lo liberaremos de la esclavitud del Privilegio. Nuestra Constituci?n lo conseguir?. ?Est?s de acuerdo?

– ?Y eso qu? importa? -exclam? Andr?-Louis encogi?ndose de hombros-. En pol?tica soy un so?ador, no un hombre de acci?n. En los ?ltimos tiempos he sido un moderado, m?s de lo que piensas. Pero ahora casi soy republicano. Lo he pensado detenidamente y he comprendido que este rey no es nada, un t?tere que baila al son que tocan.

– ?Este rey, dices? ?Y en qu? otro rey est?s pensando? ?No ser?s de los que sue?an con el duque de Orleans? Tiene una especie de partido, y numerosos seguidores gracias al odio popular hacia la reina, pues todos saben que ella le detesta. Algunos incluso quisieran hacerle Regente, otros van m?s lejos; Robespierre, por ejemplo.

– ?Qui?n? -pregunt? Andr?-Louis, quien nunca hab?a o?do aquel nombre.

– Robespierre, un rid?culo abogado que representa a Arras, un tipo t?mido y zafio, desarrapado, tonto y con voz nasal, que pronuncia arengas que nadie escucha; un ultra mon?rquico que los realistas y los orleanistas manejan a su antojo para sus propios fines. Es muy tenaz e insiste en ser escuchado. Puede que alg?n d?a lo escuchen. Pero ?de ah? a que ?l o los dem?s hagan algo de Orleans?… ?Bah!… Eso es algo que Orleans puede desear… pero que no conseguir?. La frase es de Mirabeau.

Cambi? de tema para preguntarle a Andr?-Louis por su vida.

– No me trataste como a un verdadero amigo cuando me escribiste -se quej?-. No me indicaste tu paradero ni, por tanto, la manera de ayudarte. Me ten?as muy preocupado, Andr?-Louis. Sin embargo, a juzgar por tu apariencia, creo que me preocup? en vano. Parece que gozas de prosperidad. ?C?mo lo has conseguido?

Andr?-Louis le cont? con toda sinceridad lo que le hab?a ocurrido.

– Lo que me has contado me deja pasmado -dijo el diputado-. De la toga al coturno, y del coturno a la espada. ?Cu?l ser? tu final?

– Probablemente la horca.

– ?Bah! Seamos serios. ?Por qu? no la toga de senador en la Francia senatorial? Podr?as serlo ahora si hubieras querido.

– Lo que yo dec?a, ?se es el camino seguro para llegar a la horca -dijo Andr?-Louis soltando una carcajada.

Le Chapelier hizo un gesto de impaciencia. ?Acaso cruz? por su cabeza esa frase cuando, cuatro a?os despu?s, iba en el carro de la muerte a la plaza de Gr?ve donde ten?an lugar las ejecuciones?

– Somos sesenta y seis diputados bretones en la Asamblea. Si hubiera una vacante, ?aceptar?as ser suplente? Una palabra m?a, unida al prestigio de tu nombre en Rennes y en Nantes, bastar?a.

Andr?-Louis volvi? a re?r.

– Cada vez que te veo tratas de meterme en pol?tica.

– Porque tienes dotes. Naciste para pol?tico.

– ?Ah, s?? Ya tuve bastante haciendo el papel de Scaramouche en el teatro para hacerlo ahora en la vida real. Dime, Isaac, ?qu? sabes de mi antiguo e ?ntimo enemigo, el se?or de La Tour d'Azyr?

– ?Mal rayo lo parta! Est? aqu?, en Versalles. Es uno de los quebraderos de cabeza de la Asamblea. Le quemaron su castillo. Desgraciadamente ?l no estaba all?. Pero ni siquiera las llamas han conseguido chamuscar su insolencia. Se imagina que cuando acabe esta filos?fica aberraci?n, volver? a haber siervos que le reconstruyan la mansi?n.

– ?Eso significa que ha habido disturbios tambi?n en Breta?a? -Andr?-Louis se puso s?bitamente serio y sus pensamientos volaron a Gavrillac.

– ?Claro, como en todas partes! ?No te das cuenta? La gente ha pasado mucha hambre en la comarca, y varios castillos han sido pasto de las llamas recientemente. Los campesinos copiaron el ejemplo de los parisienses, y vieron una Bastilla en cada castillo. Pero al igual que aqu?, ahora reina de nuevo la calma.

– ?Y de Gavrillac? ?Sabes algo?

– Creo que todo va bien. El se?or de Kercadiou no es el marqu?s de La Tour d'Azyr. Sus vasallos no le odian. No creo que lo ataquen. Pero ?no mantienes correspondencia con tu padrino?

– Actualmente, no. Y lo que me cuentas complica m?s mi relaci?n con ?l, pues debe considerarme como uno de los que encendieron la tea que ha reducido a cenizas tantos castillos de los de su clase. Trata de averiguar c?mo est?, y hazme llegar noticias suyas.

– As? lo har?.

Cuando Andr?-Louis estaba a punto de subir al cabriol? para volver a Par?s, quiso saber un poco m?s:

– ?Por casualidad sabes si el marqu?s de La Tour d'Azyr se ha casado?

– No lo s?. Y eso quiere decir que no, porque, trat?ndose de un personaje tan encumbrado, ya hubi?ramos o?do algo.

– Es l?gico -dijo Andr?-Louis con indiferencia-. ?Hasta la vista, Isaac! Ven a verme. Rue du Hasard, n?mero 13. Ven pronto.

– ?Tan pronto como me lo permitan mis obligaciones, que por el momento me tienen encadenado!

– ?Pobre esclavo del deber para con tu evangelio de la libertad!

– Es cierto. Y precisamente por eso ir? a verte. Tengo un deber que cumplir con Breta?a: convertir a Omnes Omnibus en su representante en la Asamblea Nacional.

– Te agradecer? que no cumplas con ese deber -sonri? Andr?-Louis, y se fue.

CAP?TULO IV Intermedio

A los pocos d?as Le Chapelier le devolvi? a Andr?-Louis la visita. Apareci? con noticias frescas de Gavrillac. Todo estaba en calma y los s?bditos de Kercadiou no hab?an tomado parte en los recientes disturbios de la regi?n, que por suerte ya hab?an terminado.

Ahora, aunque el aguij?n de la escasez segu?a ensa??ndose con los pobres, a pesar de que las colas ante las puertas de las panader?as aumentaban a medida que avanzaba el oto?o, la vida reanudaba su curso. Naturalmente, hab?a en Par?s explosiones de descontento, pero los parisienses empezaban a acostumbrarse a vivir en esa atm?sfera explosiva y no consent?an que afectara seriamente sus asuntos ni amargara sus diversiones. Por supuesto, aquellos estallidos pod?an haberse evitado, pero los privilegiados estaban decididos a luchar hasta quemar el ?ltimo cartucho, y as?, mientras de un lado opon?an la m?s firme resistencia, del otro hac?an los mayores sacrificios en aras de la patria. En septiembre, cuando el pueblo vio llegar el regimiento de Flandes a Versalles, se sinti? de nuevo amenazado. Fue una se?al de que los privilegiados alzaban de nuevo su orgullosa cabeza. Estaban conspirando para obligarlos a la sumisi?n, haci?ndolos morir de hambre si era preciso. De ah? la llamada expedici?n de Maenads, la marcha de las vendedoras del mercado de Par?s sobre Versalles, dirigidas por Maillard y, como resultado, a principios de octubre, el desalojo de toda la chusma que infestaba el Palacio de las Tuller?as para alojar all? al rey. El rey deb?a vivir entre su pueblo. Aquel pueblo que lo amaba, quer?a tenerle en Par?s, quer?a tenerlo como reh?n para mayor seguridad de todos. Si ten?an que morir de hambre, ?l tambi?n morir?a con ellos.

Andr?-Louis observaba estos acontecimientos pregunt?ndose adonde ir?a a parar todo aquello. Los ?nicos nobles sensatos eran los que cruzaban la frontera antes de que los fan?ticos, que constitu?an el grueso de los de su clase, acarrearan sobre ellos la destrucci?n total. Mientras tanto, Andr?-Louis continuaba tan atareado con su floreciente academia que pens? en adquirir los bajos del edificio y contratar los servicios de un tercer ayudante. Pero el inquilino de los bajos, que era mercero, pon?a demasiadas condiciones para marcharse. Salvo ese caso, ya la casa era toda suya. Acababa de adquirir el primer piso, convirti?ndolo en c?moda vivienda para ?l y sus dos ayudantes. Ten?a un ama de llaves y un muchachito como paje.