El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente de calambre la mano izquierda y empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los músculos de su espalda para repartir un poco el escozor del sedal.
- Si no estás cansado, pez -dijo en voz alta-, debes de ser muy extraño.
Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar en otras cosas. Pensó en las Grandes Ligas. Sabía que los Yankees de New York estaban jugando su encuentro contra los Tigres de Detroit.
“Éste es el segundo día en que no me entero del resultado de los juegos -
pensó-. Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran Di Maggio que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la espuela de hueso en el talón. ¿Qué cosa es una espuela de hueso?, se preguntó. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan dolorosa como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría soportar eso, ni la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de pelea. El hombre no es gran cosa junto a las grandes aves y fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la tiniebla del mar.”
- Salvo que vengan los tiburones -dijo en voz alta-. Si vienen los tiburones, Dios tenga piedad de él y de mí.
“¿Crees tu que el gran Di Maggio seguiría con un pez tanto tiempo como estoy haciendo yo? -pensó-. Estoy seguro de que sí, y más, puesto que es joven y fuerte. También su padre fue pescador. Pero ¿le dolería demasiado la espuela de hueso?”
- No sé -dijo en voz alta-. Nunca he tenido una espuela de hueso.
El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza el viejo recordó aquella vez, cuando, en la taberna de Casablanca, había pulseado con el gran negro de Cienfuegos, que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de bajar la mano del otro hasta la mesa. Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de querosene, y él miraba al brazo y la mano de negro y a la cara del negro. Cambiaban de árbitro cada cuatro horas, después de las primeras ocho, para que los árbitros pudieran dormir. Por debajo de las uñas de los dedos manaba sangre y se miraban a los ojos y a sus antebrazos y los apostadores entraban y salían del local y se sentaban en altas sillas contra la pared para mirar. Las paredes estaban pintadas de un azul brillante. Eran de madera y las lámparas arrojaban las sombras de los pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y se movía contra la pared según la brisa hacía oscilar las lámparas. Los logros siguieron subiendo y bajando toda la noche, y al negro le daban ron y le encendían cigarrillos en la boca. Luego, después del ron, el negro hacía un tremendo esfuerzo y una vez había tenido al viejo, que entonces no era viejo, sino Santiago El Campeón, cerca de tres pulgadas fuera de la vertical. Pero el viejo había levantado de nuevo la mano y la había puesto a nivel. Entonces tuvo la seguridad de que tenía derrotado al negro, que era un hombre magnífico y un gran atleta. Y al venir el día, cuando los apostadores estaban pidiendo que se declarara tablas, había aplicado todo su esfuerzo y forzado la mano del negro hacia abajo, más y más, hasta hacerle tocar la madera. La competencia había empezado el domingo por la mañana y terminado el lunes por la mañana. Muchos de los apostadores habían pedido un empate porque tenían que irse a trabajar a los muelles, a cargar sacos de azúcar, o a la Havana Coal Company. De no ser por eso todo el mundo hubiera querido que continuara hasta el fin. Pero él la había terminado de todos modos antes de la hora en que la gente tenía que ir a trabajar.
Después de esto, y por mucho tiempo, todo el mundo le había llamado El Campeón y había habido un encuentro de desquite en la primavera. Pero no se había apostado mucho dinero y él había ganado fácilmente, puesto que en el primer match había roto la confianza del negro de Cienfuegos. Después había pulseado unas cuantas veces más y luego había dejado de hacerlo. Decidió que podía derrotar a cualquiera si lo quería de veras, pero pensó que perjudicaba su mano derecha para pescar. Algunas veces había practicado con la izquierda. Pero su mano izquierda había sido siempre una traidora y no hacía lo que le pedía, y no confiaba en ella.
“El sol la tostará bien ahora -pensó-. No debe volver a agarrotárseme, salvo que haga demasiado frío de noche. Me pregunto qué me traerá esta noche.”
Un aeroplano pasó por encima en su viaje hacia Miami y el viejo vio como su sombra espantaba a las manchas de peces voladores.
- Con tantos peces voladores, debe de haber dorados -dijo, y se echó hacia atrás contra el sedal para ver si era posible ganar alguna ventana sobre su pez. Pero no: el sedal permaneció en esa tensión, temblor y rezumar de agua que precede a la rotura. El bote avanzaba lentamente y el viejo siguió con la mirada al aeroplano hasta que lo perdió de vista.
“Debe de ser muy extraño ir en un aeroplano -pensó-. Me pregunto cómo lucirá el mar desde esa altura. Si no volaran demasiado alto podrían ver los peces. Me gustaría volar muy lentamente a doscientas brazas de altura y ver los peces desde arriba. En los barcos tortugueros yo iba en las crucetas de los masteleros y aun a esa altura veía muchos. Desde allí los dorados lucen más verdes y se puede ver sus franjas y sus manchas violáceas y se ve todo el banco buceando. ¿Por qué todos los peces voladores de la corriente oscura tienen lomos violáceos y generalmente franjas o manchas del mismo color? El dorado parece verde, desde luego, porque es realmente dorado. Pero cuando viene a comer, realmente hambriento, aparecen franjas de color violáceo en sus costados, como en las agujas. ¿Será la cólera o la mayor velocidad lo que las hace salir?”
Justamente antes del anochecer, cuando pasaban junto a una gran isla de sargazo que se alzaba y bajaba y balanceaba con el leve oleaje, como si el océano estuviera haciendo el amor con alguna cosa, bajo una manta amarilla un dorado se prendió en su sedal pequeño. El viejo lo vio primero cuando brincó al aire, oro verdadero a los últimos rayos del sol, doblándose y debatiéndose fieramente. Volvió a surgir, una y otra vez, en las acrobáticas salidas que le dictaba su miedo. El hombre volvió como pudo a la popa y agachándose y sujetando el sedal grande con la mano y el brazo derechos, tiró del dorado con su mano izquierda, plantando su descalzo pie izquierdo sobre cada tramo de sedal que iba ganando. Cuando el pez llegó a popa, dando cortes y zambullidas, el viejo se inclinó sobre la popa y levantó el bruñido pez de oro de pintas violáceas por sobre la popa. Sus mandíbulas actuaban convulsivamente en rápidas mordidas contra el anzuelo y batió el fondo del bote con su largo cuerpo plano, su cola y su cabeza hasta que el viejo le pegó en la brillante cabeza dorada. Entonces se estremeció y se quedo quieto.
El viejo desenganchó el pez, volvió a cebar el sedal con otra sardina y lo arrojó al agua. Después volvió lentamente a la proa. Se lavó la mano izquierda y se la secó en el pantalón. Luego pasó el grueso sedal de la mano derecha a la mano izquierda y lavó la mano derecha en el mar mientras clavaba la mirada en el sol que se hundía en el océano, y en el sesgo del sedal grande.