- No ha cambiado en absoluto -dijo. Pero observando el movimiento de agua contra su mano notó que era perceptiblemente más lento.
- Voy a amarrar los dos remos uno contra otro y colocarlos de través detrás de la popa: eso retardará de noche su velocidad -dijo-. Si el pez se defiende bien de noche, yo también.
“Sería mejor limpiar el dorado un poco después para que la sangre se quedara en la carne -pensó-. Puedo hacer eso un poco más tarde y amarrar los remos para hacer un remolque al mismo tiempo. Será mejor dejar tranquilo al pez por ahora y no perturbarlo demasiado a la puesta del sol. La puesta del sol es un momento difícil para todos los peces.”
Dejó secar su mano en el aire, luego cogió el sedal con ella y se acomodo lo mejor posible y se dejó tirar adelante contra la madera para que el bote aguantara la presión tanto o más que él.
“Estoy aprendiendo a hacerlo -pensó-. Por lo menos esta parte. Y luego, recuerda que el pez no ha comido desde que cogió la carnada y que es enorme y necesita mucha comida. Ya me he comido un bonito entero. Mañana me comeré el dorado. Quizá me coma un poco cuando lo limpie. Será más difícil de comer que el bonito. Pero después de todo nada es fácil.”
- ¿Cómo te sientes, pez? -preguntó en voz alta-. Yo me siento bien y mi mano izquierda va mejor y tengo comida para una noche y un día. Sigue tirando del bote, pez.
No se sentía realmente bien, porque el dolor que le causaba el sedal en la espalda había rebasado casi el dolor y pasado a un entumecimiento que le parecía sospechoso. “Pero he pasado cosas peores -pensó-. Mi mano sólo está un poco rozada y el calambre ha desaparecido de la otra. Mis piernas están perfectamente. Y además ahora te llevo ventaja en la cuestión del sustento.”
Ahora era de noche, pues en septiembre se hace de noche rápidamente después de la puesta del sol. Se echó contra la madera gastada de la proa y reposó todo lo posible. Habían salido las primeras estrellas. No conocía el nombre de Venus, pero la vio y sabía que pronto estarían todas a la vista y que tendría consigo todas sus amigas lejanas.
- El pez también es mi amigo -dijo en voz alta-. Jamás he visto un pez así, ni he oído hablar de él. Pero tengo que matarlo. Me alegro que no tengamos que tratar de matar las estrellas.
“Imagínate que cada día tuviera uno que tratar de matar la luna -pensó-. La luna se escapa. Pero ¡imagínate que tuviera uno que tratar diariamente de matar el sol! Nacimos con suerte”, pensó.
Luego sintió pena por el gran pez que no tenía nada que comer y su decisión de matarlo no se aflojó por eso un instante. “Podría alimentar a mucha gente -pensó. Pero ¿serán dignos de comerlo? No, desde luego que no. No hay persona digna de comérselo, a juzgar por su comportamiento y su gran dignidad.”
“No comprendo estas cosas -pensó-. Pero es bueno que no tengamos que tratar de matar el sol o la luna o las estrellas. Basta con vivir del mar y matar a nuestros verdaderos hermanos.”
“Ahora -pensó- tengo que pensar en el remolque para demorar la velocidad. Tiene sus peligros y sus méritos. Pudiera perder tanto sedal que pierda el pez si hace un esfuerzo y si el remolque de remos está en su lugar y el bote pierde toda su ligereza. Su ligereza prolonga el sufrimiento de nosotros dos, pero es mi seguridad, puesto que el pez tiene una gran velocidad que no ha empleado todavía. Pase lo que pase tengo que limpiar el dorado a fin de que no se eche a perder y comer una parte de él para estar fuerte.”
“Ahora descansaré una hora más y veré si continúa firme y sin alteración antes de volver a la popa y hacer el trabajo y tomar una decisión. En tanto veré como se porta y si presenta algún cambio. Los remos son un buen truco, pero ha llegado el momento de actuar sobre seguro. Todavía es mucho pez y he visto que el anzuelo estaba en el canto de su boca y ha mantenido la boca herméticamente cerrada. El castigo del anzuelo no es nada. El castigo del hambre y el que se halle frente a una cosa que no comprende lo es todo. Descansa ahora, viejo, y déjalo trabajar hasta que llegue tu turno.”
Descansó durante lo que creyó serían dos horas. La luna no se levantaba ahora hasta tarde y no tenía modo de calcular el tiempo. Y no descansaba realmente, salvo por comparación. Todavía llevaba con los hombros la presión del sedal, pero puso la mano izquierda en la regala de proa y fue confiando cada vez más resistencia al propio bote.
“Que simple sería si pudiera amarrar el sedal -pensó-. Pero con una brusca sacudida podría romperlo. Tengo que amortiguar la tensión del sedal con mi cuerpo y estar dispuesto en todo momento a soltar sedal con ambas manos.”
- Pero todavía no has dormido, viejo -dijo en voz alta-. Ha pasado medio día y una noche y ahora otro día y no has dormido. Tienes que idear algo para poder dormir un poco si el pez sigue tirando tranquila y seguidamente. Si no duermes, pudiera nublársete la cabeza.
“Ahora tengo la cabeza despejada -pensó-. Demasiado despejada. Estoy tan claro como las estrellas, que son mis hermanas. Con todo, debo dormir. Ellas duermen, y la luna y el sol también duermen, y hasta el océano duerme a veces, en ciertos días, cuando no hay corriente y se produce una calma chicha.”
“Pero recuerda dormir -pensó-. Oblígate a hacerlo e inventa algún modo simple y seguro de atender a los sedales. Ahora vuelve allá y prepara el dorado. Es demasiado peligroso armar los remos en forma de remolque y dormirse.”
“Podría pasarme sin dormir -se dijo-. Pero sería demasiado peligroso.”
Empezó a abrirse paso de nuevo hacia la popa, a gatas, con manos y rodillas, cuidando de no sacudir el sedal del pez. “Éste pudiera estar ya medio dormido -
pensó-. Pero no quiero que descanse. Debe seguir tirando hasta que muera.”
De vuelta en la popa se volvió de modo que su mano izquierda aguantaba la tensión del sedal a través de sus hombros y sacó el cuchillo de la funda con la mano derecha.
Ahora las estrellas estaban brillantes y vio claramente el dorado y le clavó el cuchillo en la cabeza y lo sacó de debajo de la popa. Puso uno de sus pies sobre el pescado y lo abrió rápidamente desde la cola hasta la punta de su mandíbula inferior. Luego soltó el cuchillo y lo destripó con la mano derecha, limpiándolo completamente y arrancándole de cuajo las agallas. Sintió la tripa pesada y resbaladiza en su mano y la abrió. Dentro había dos peces voladores. Estaban frescos y duros y los puso uno junto al otro y arrojó las tripas a las aguas por sobre la popa. Se hundieron dejando una estela de fosforescencia en el agua. El dorado estaba ahora frío y era de un leproso blanco-gris a la luz de las estrellas y el viejo le arrancó el pellejo de un costado mientras sujetaba su cabeza con el pie derecho. Luego lo viró y peló la otra parte y con el cuchillo levantó la carne de cada costado desde la cabeza a la cola.
Soltó el resto por sobre la borda y miró a ver si se producía algún remolino en el agua. Pero solo se percibía la luz de su lento descenso. Se volvió entonces y puso los dos peces voladores dentro de los filetes de pescado y, volviendo el cuchillo a la funda, regresó lentamente a la proa. Su espalda era doblada por la presión del sedal que corría sobre ella mientras él avanzaba con el pescado en la mano derecha.