Titulo de la edicion original: La Maison de rendez-vous
Traduccion: Josep Escue
El autor quiere hacer constar que esta novela no puede considerarse en modo alguno un documento sobre la vida en la colonia inglesa de Hong Kong. Todo parecido, de decorado o situaciones, con aquella seria mero resultado del azar, objetivo o no.
Si algun lector, acostumbrado a las escalas en Extremo Oriente, pensara que los lugares aqui descritos no concuerdan con la realidad, el autor, que ha pasado alli la mayor parte de su vida, le aconsejaria que volviera y se fijara mas: las cosas cambian rapidamente en aquellos climas.
La carne femenina sin duda ha ocupado siempre un lugar muy destacado en mis suenos. Incluso estando despierto, su imagen no deja de asaltarme. A una joven con traje de verano que muestra su nuca curvada -esta abrochandose la sandalia-, con la cabellera medio echada hacia adelante descubriendo la piel fragil y el vello rubio, la veo yo al instante dispuesta a alguna complacencia, de inmediato excesiva. La estrecha falda cenida, abierta hasta los muslos, de las elegantes de Hong Kong se desgarra de golpe bajo una mano violenta, que desnuda bruscamente la cadera redondeada, firme, tersa, brillante, y la suave curva hasta la cintura. El latigo de cuero, en el escaparate de un talabartero parisien, los pechos expuestos de los maniquies de cera, el cartel de un espectaculo, un anuncio de ligas o de un perfume, dos labios humedos y abiertos, un brazalete de hierro, un collar de perro, disponen en torno a mi su insistente y provocativo decorado. Una simple cama con dosel, un cordel, la punta encendida de un puro, me acompanan durante horas, al albur de los viajes, durante dias. En los parques organizo fiestas. Para los templos dispongo ceremonias, ordeno sacrificios. Los palacios arabes o mongoles me llenan los oidos de gritos y suspiros. En las paredes de las iglesias de Bizancio, los marmoles aserrados con simetria bilateral dibujan ante mis ojos sexos femeninos ampliamente abiertos, distendidos. Un par de argollas empotradas en la piedra, en lo mas profundo de una antigua carcel romana, bastan para que se me aparezca la bella esclava encadenada, sometida a largos suplicios, en el silencio, la soledad y el ocio.
A menudo me paro a contemplar a alguna joven que baila en una fiesta. Me gusta que lleve desnudos los hombros y, cuando se vuelve, el inicio de los pechos. Su carne lisa reluce con un brillo suave bajo la luz de las aranas. Ejecuta con encantadora concentracion uno de esos pasos complicados en los que la chica se separa de su pareja, alta silueta negra, en segundo plano, que se limita a esbozar apenas los movimientos ante ella, atenta, cuyos ojos bajos parecen acechar la menor senal que hace la mano del hombre, para obedecerle en el acto mientras sigue observando las leyes minuciosas del ceremonial, y luego, tras una orden casi imperceptible, girando de nuevo en una agil media vuelta, descubre de nuevo sus hombros y su nuca.
Ahora se ha apartado un poco, para abrochar la hebilla de su fino zapato, de delgadas tiras doradas que sujetan con varias cruces el pie descalzo. Sentada al borde de un sofa, permanece inclinada, la cabellera medio echada hacia adelante descubriendo aun mas la piel fragil de rubio vello. Pero se acercan dos personajes y pronto ocultan la escena, una alta silueta de smoking negro, a la que un hombre gordo y colorado habla de sus viajes.
Todo el mundo conoce Hong Kong, su bahia, sus juncos, sus sampanes, los rascacielos de Kowloon y el traje cenido de falda estrecha, abierta lateralmente hasta el muslo, que visten las eurasiaticas, altas muchachas elasticas, moldeadas por sus vestidos de seda negra con corto cuello blanco y sin mangas, estrictamente cortados a ras de axilas y de cuello. La delgada tela brillante se apoya directamente en la piel, marcando las formas del vientre, el pecho, las caderas, y plisandose en el talle en un haz de diminutos surcos, cuando la paseante, que se ha detenido ante un escaparate, vuelve la cabeza y el busto hacia la luna, en la que, inmovil, el pie izquierdo apoyado en el suelo con solo la punta de un zapato de tacon muy alto, pronto a reanudar la marcha en mitad del paso interrumpido, la mano derecha tendida hacia adelante, algo separada del cuerpo, y el codo medio doblado, contempla un instante a la joven de cera vestida con identico traje de seda blanca, o su propio reflejo en el cristal, o la correa de cuero trenzado que sostiene el maniqui con la mano izquierda, el brazo desnudo separado del cuerpo y el codo medio doblado para contener a un gran perro negro de pelo brillante que avanza delante de ella.
El animal ha sido disecado con mucho arte. Y, si no fuera por su inmovilidad total, su rigidez demasiado acentuada, sus ojos de cristal demasiado brillantes sin duda, y demasiado fijos, el interior de su boca entreabierta tal vez demasiado rosado, sus dientes demasiado blancos, se diria que va a concluir el movimiento interrumpido: avanzar la pata que ha quedado tendida hacia atras, levantar las dos orejas simetricamente, abrir mas las mandibulas para descubrir por entero los colmillos, en una actitud amenazadora, como si lo inquietara algo que ve en la calle o pusiera en peligro a su duena.
El pie derecho de esta, que se adelanta casi hasta la altura de la pata trasera del perro, solo se apoya en el suelo con la punta de un zapato de tacon muy alto, cuya piel dorada cubre unicamente con un triangulo minusculo la punta de los dedos, mientras unas finas tiras sujetan con tres cruces el empeine y cinen el tobillo sobre una media muy fina, apenas visible aunque de color oscuro, probablemente negra.
Un poco mas arriba, la seda blanca de la falda esta abierta lateralmente, dejando adivinar la corva y el muslo. Por encima, gracias a una discreta cremallera, casi invisible, el traje debe de abrirse de golpe hasta la axila, sobre la carne desnuda. El cuerpo elastico se mueve a derecha e izquierda para intentar liberarse de las delgadas ataduras de cuero que aprisionan los tobillos y las munecas; pero, naturalmente, en vano. Los movimientos que la postura permite son ademas de escasa amplitud; torso y miembros obedecen a unas reglas tan estrictas, tan exigentes, que la joven parece ahora enteramente inmovil, llevando el compas solo con una imperceptible ondulacion de la cintura. Y de pronto, a una orden muda de su pareja, da una media vuelta agil, quedandose otra vez inmovil en el acto, o mas bien meciendose con una ondulacion tan lenta, tan reducida, que solo se mueve la delgada tela en el vientre y los pechos.
Y he aqui que el mismo hombre gordo y sanguineo se interpone de nuevo, hablando otra vez en voz alta de la vida de Hong Kong y las tiendas elegantes de Kowloon, donde se encuentran las sedas mas bellas del mundo. Pero se ha interrumpido en medio de su discurso, con los ojos rojos levantados, como intrigado por la atencion que cree fijada en el. Ante el escaparate, la paseante de cenido traje negro tropieza con la mirada que refleja la luna de cristal; se vuelve despacio hacia la derecha, y prosigue su marcha con el mismo paso uniforme, bordeando las casas, sujetando del extremo de la correa tensa al perrazo de pelo brillante, cuya boca entreabierta deja escapar un poco de saliva, para cerrarse luego con un chasquido seco.
En este momento pasa por la calzada, junto a la acera por la que, con paso corto y rapido, se aleja la joven del perro, y en la misma direccion que ella, una jinrikisha tirada a buen trote por un chino vestido con mono, pero tocado con el sombrero tradicional, en forma de cono de base ensanchada. Entre las dos altas ruedas, cuyos radios de madera estan pintados de color rojo vivo, la capota de lona negra que avanza como un alero sobre el asiento unico oculta por completo al cliente sentado en el; a no ser que este asiento, que por detras resulta a su vez invisible, este vacio, ocupado tan solo por una vieja almohadilla aplastada, cuyo hule agrietado, raido a trechos hasta la tela, deja escapar su miraguano por el agujero de uno de los angulos; asi se explicaria la asombrosa rapidez con que puede correr este hombrecillo de aspecto enclenque, con los pies descalzos, cuyas plantas renegridas aparecen alternativamente de modo mecanico entre los varales rojos, sin aminorar nunca la marcha para recobrar aliento, de modo que pronto ha desaparecido al final de la avenida, donde empieza la sombra densa de las higueras gigantes.
El personaje de cara congestionada y ojos inyectados en sangre aparta enseguida la mirada, tras haber esbozado, por si acaso seguramente, una vaga sonrisa que no iba dirigida a nadie en particular. Se encamina hacia el buffet, acompanado por el mismo interlocutor de smoking, que sigue escuchando cortesmente, sin pronunciar una sola palabra, mientras el prosigue su relato haciendo ademanes breves con sus cortos brazos.
El buffet se ha vaciado considerablemente. El acceso es facil, pero ya no queda casi nada en las bandejas de sandwiches y pastelitos, irregularmente esparcidas sobre el mantel arrugado. El hombre que ha vivido en Hong Kong pide una copa de champan, que un camarero de chaqueta blanca y guantes blancos le sirve al momento en una bandeja rectangular de plata. La bandeja queda un instante suspendida sobre la mesa, a unos veinte o treinta centimetros de la mano extendida del hombre, que se disponia a coger la copa, pero que esta pensando ahora en otra cosa, tras recobrar su voz fuerte y algo ronca para hablarle de sus viajes a ese mismo companero mudo, hacia el que se vuelve de medio lado, levantando la cabeza, ya que es mucho mas alto que el. Este, por el contrario, mira la bandeja de plata y la copa de champan amarillo por el que ascienden pequenas burbujas, la mano en guantada de blanco, y luego al propio camarero, cuya atencion acaba de dirigirse a otro lado: un poco atras y hacia abajo, a una zona oculta por la larga mesa cuyo blanco mantel llega hasta el suelo; parece observar algo, acaso un objeto que se le ha caido por descuido, o que alguien ha dejado caer o ha tirado voluntariamente, y que va a recoger cuando el invitado rezagado que ha pedido champan haya cogido su copa de la bandeja, la cual se inclina ahora peligrosamente para el liquido burbujeante y su recipiente de cristal.
Pero, sin reparar en ella, el hombre sigue hablando. Cuenta una historia tipica de trata de menores, cuyo principio falta pero resulta facil de reconstruir al poco rato en sus lineas generales: una chica comprada virgen a un intermediario cantones y vuelta a vender posteriormente por el triple del precio inicial, en buen estado pero tras varios meses de uso, a un norteamericano recien llegado, que se habia instalado en los Nuevos Territorios con el pretexto oficial de estudiar sus posibilidades de cultivo de… (dos o tres palabras inaudibles). En realidad cultivaba canamo indico y adormidera blanca, pero en cantidades razonables, lo cual tranquilizaba a la policia inglesa. Era un agente comunista que disimulaba su actividad verdadera tras otra mas anodina: la fabricacion y el trafico de diversas drogas, a muy reducida escala, suficiente para su consumo domestico y el de sus amigos. Hablaba cantones y mandarin, y, naturalmente, frecuentaba la Villa Azul, donde Lady Ava organizaba espectaculos especiales para algunos intimos. Una vez se presento la policia en su casa a mitad de una fiesta, pero una fiesta perfectamente normal, organizada seguramente como tapadera, tras una falsa denuncia cursada a la brigada social. Cuando los gendarmes en short caqui y calcetines blancos irrumpen en la villa, solo encuentran tres o cuatro parejas bailando aun en el gran salon con correccion y elegancia, algunos altos funcionarios o conocidos hombres de negocios conversando aqui y alla, sentados en los sillones o los sofas, o de pie junto a una ventana, y que vuelven unicamente la cabeza hacia la puerta sin cambiar de posicion, de espaldas en el marco o con la mano sobre el respaldo de una silla, una joven que suelta una carcajada burlona ante el aire de sorpresa de los dos adolescentes con los que estaba charlando, tres caballeros rezagados en el buffet, donde uno de ellos pide una copa de champan. El camarero de chaquetilla blanca, que miraba el suelo a sus pies, dirige los ojos a la bandeja de plata, que endereza para presentarla en posicion horizontal, diciendo: «Aqui tiene, caballero.» El hombre gordo y colorado dirige la mirada hacia el, advirtiendo entonces su propia mano olvidada en el aire, sus falanges rechonchas medio dobladas sobre si mismas y su sortija china; toma la copa, que se lleva al punto a los labios, mientras el camarero deja la bandeja sobre el mantel y se agacha para recoger algo detras de la mesa, que lo oculta casi totalmente unos segundos. Solo se ve su espalda encorvada, en la que la chaqueta corta y cenida se ha deslizado sobre el cinturon del pantalon negro, dejando al descubierto una franja de camisa arrugada.