Se interrumpio preocupado, luego cambio de idea, sonrio y prosiguio:

– Como Jayyam, estoy al acecho de las escasas alegrias del momento presente y compongo versos sobre el vino, el escanciador, la taberna, la amada; como el, desconfio de los falsos devotos. Cuando en algunas cuartetas Omar habla de si mismo, llego a creerme que es a mi a quien describe: «Sobre la abigarrada tierra camina un hombre ni rico ni pobre, ni creyente ni infiel, no glorifica ninguna verdad, no venera ninguna ley… sobre la abigarrada tierra. ?Quien es ese hombre valiente y triste?»

Al decir esto, encendio de nuevo su puro, pensativo. Una minuscula brasa fue a parar a su barba. Se la quito con un gesto habitual y reanudo:

– Desde la infancia he sentido una profunda admiracion por Jayyam el poeta, pero sobre todo por el filosofo, por el librepensador. Me asombra su tardia conquista de Europa y de America. Puede imaginar mi felicidad cuando tuve entre las manos el libro original de las Ruba'iyyat escrito por Jayyam de su puno y letra.

– ?En que momento lo tuvo usted?

– Me lo regalo hace catorce anos en las Indias un joven persa que habia hecho el viaje con el unico objeto de conocerme. Se presento en estos terminos: «Mirza Reza, natural de Kirman, antiguo comerciante en el bazar de Teheran, vuestro obediente servidor.» Sonrei y le pregunte que queria decir «antiguo comerciante» y que le habia inducido a contarme su historia. Acababa de abrir una tienda de trajes usados cuando uno de los hijos del shah llego a comprarle mercancia, chales y pieles por una suma de mil cien tumanes -alrededor de mil dolares-. Pero cuando al dia siguiente Mirza Reza se presento en casa del principe para que le pagaran, le insultaron y golpearon e incluso le amenazaron de muerte si se le ocurria reclamar la deuda. Fue entonces cuando decidio venir a verme. Yo ensenaba en Calcuta. «Acabo de comprender», me dijo, «que uno no puede ganarse honradamente la vida en un pais sometido a la arbitrariedad. ?No eres tu quien escribe que Persia necesita una Constitucion y un Parlamento? A partir de hoy, considerame como el mas adicto de tus discipulos. He cerrado mi tienda, he dejado a mi mujer para seguirte. ?Ordename y te obedecere!»

Al evocar a este hombre, Yamaleddin parecia sufrir.

– Yo estaba emocionado, pero apenado. Soy un filosofo errante, no tengo casa ni patria, no me he casado para no tener a nadie a mi cargo. No queria que ese hombre me siguiera como si yo fuera el Mesias y el Redentor, el iman del Tiempo. Para disuadirle, le dije: «?Realmente vale la pena abandonarlo todo, tu tienda, tu familia, por una vil cuestion de dinero?» Entonces su rostro se volvio impenetrable, no me respondio y salio. No volvio hasta seis meses despues. De un bolsillo interior saco un cofrecillo de oro con incrustaciones de piedras preciosas, que me presento abierto. «Mira este manuscrito ?cuanto crees que puede valer?» Lo hojee y, temblando de emocion, descubri el contenido. «?El texto autentico de Jayyam! Esas pinturas, esos adornos ?es inestimable!» «?Mas de mil cien tumanes?» «?Infinitamente mas!» «Te lo regalo, conservalo. Te recordare que Mirza Reza no vino a ti para recuperar su dinero, sino para recobrar su orgullo.» Fue asi -prosiguio Yamaleddin-, como entre en posesion del Manuscrito y ya no me separe de el. Me acompano a los Estados Unidos, a Francia, a Inglaterra, a Alemania, a Rusia y luego a Persia. Lo llevaba conmigo cuando me retire al santuario de Shah-Abdol-Azim. Fue alli donde lo perdi.

– ?No sabe donde puede estar ahora?

– Ya se lo he dicho. Cuando me apresaron, solo un hombre se atrevio a enfrentarse con los soldados del shah. Era Mirza Reza. Se levanto, grito, lloro, llamo cobardes a los soldados y a la asistencia. Lo detuvieron, lo torturaron y paso mas de cuatro anos en los calabozos. Cuando lo dejaron en libertad, vino a Constantinopla para verme y estaba en tan mal estado que lo interne en el hospital frances de la ciudad, donde permanecio hasta noviembre ultimo. Intente retenerle mas tiempo, por miedo a que a su regreso lo apresaran de nuevo. Pero se nego. Queria, dijo, recuperar el Manuscrito de Jayyam, no le interesaba nada mas. Hay personas que van asi, errantes de obsesion en obsesion.

– ?Cual es su impresion? ?Existira aun el Manuscrito?

– Unicamente Mirza Reza podria informarle. Pretende que puede encontrar el soldado que lo birlo cuando me detuvieron y esperaba quitarselo. En todo caso, estaba decidido a ir a verlo y hablaba de comprarselo, Dios sabe con que dinero.

– ?Tratandose de recuperar el Manuscrito , el dinero no planteara ningun problema!

Yo habia hablado con entusiasmo. Yamaleddin me miro de hito en hito, fruncio las cejas y se inclino hacia mi como para auscultarme.

– Tengo la impresion de que no esta usted menos obsesionado por el Manuscrito que ese pobre Mirza. En ese caso, no tiene usted otro camino. ?Vaya a Teheran! No le garantizo que descubra alli ese libro, pero si sabe mirar, quiza encuentre otras huellas de Jayyam.

Mi respuesta, espontanea, parecio confirmar su diagnostico.

– Si obtengo un visado, estoy dispuesto a partir manana.

– Eso no es un obstaculo. Voy a darle unas lineas para el consul de Persia en Baku. El se encargara de las formalidades necesarias e incluso asegurara su transporte hasta Enzeli.

Mi semblante debia de revelar preocupacion. Yamaleddin parecio divertirse.

– Sin duda se estara preguntando: ?Como un proscrito puede recomendarme ante un representante del gobierno persa? Sepa que tengo discipulos en todas partes, en todas las ciudades, en todos los medios, incluso en el circulo intimo del monarca. Hace cuatro anos, cuando estaba en Londres, publique con un amigo armenio un periodico que salia para Persia en pequenos y discretos paquetes. El shah se alarmo y convoco al ministro de Correos ordenandole que pusiera fin, costase lo que costase, a la circulacion de ese periodico. El ministro pidio a los aduaneros que interceptaran en las fronteras todos los paquetes subversivos y los enviaran a su domicilio.

Aspiro su puro y una carcajada disperso la bocanada de humo.

– Lo que el shah ignoraba -prosiguio Yamnaleddin es que su ministro de Correos era uno de mis mas fieles discipulos ?y que precisamente yo le habia encargado la buena difusion del periodico!

La risa de Yamaleddin resonaba aun cuando llegaron tres visitantes luciendo cada uno un fez de fieltro color rojo sangre. Se levanto, los saludo, los abrazo y los invito a sentarse, intercambiando con ellos algunas palabras en arabe. Adivine que les estaba explicando quien era yo, pidiendoles que le esperaran un momento.

Se volvio hacia mi.

– Si esta decidido a partir para Teheran, voy a darle algunas cartas de presentacion. Venga manana: estaran preparadas. Y sobre todo, no tema nada. A nadie se le ocurrira registrar a un americano.

Al dia siguiente me esperaban tres sobres oscuros. Me los dio en propia mano, abiertos. El primero era para el consul de Baku, el segundo para Mirza Reza. Al tenderme este ultimo, hizo este comentario:

– Debo prevenirle que este hombre es un desequilibrado y un obseso, no lo trate mas de lo necesario. Le tengo mucho afecto. Es mas sincero, mas fiel y sin duda tambien mas puro que todos mis discipulos, pero es capaz de las peores locuras.

Suspiro, metio la mano en el bolsillo del amplio pantalon grisaceo que vestia bajo su tunica blanca:

– Aqui hay diez libras de oro, deselas de mi parte; ya no posee nada, quiza incluso tenga hambre, pero es demasiado orgulloso para mendigar.

– ?Donde podria encontrarlo?

– No tengo ni la menor idea. Ya no tiene casa ni familia, va errante de un lugar a otro. Por eso le entrego esta tercera carta dirigida a otro joven, este muy diferente. Es el hijo del mas rico comerciante de Teheran y aunque solo tiene veinte anos y arde en el mismo fuego que todos nosotros, es muy igual de caracter, dispuesto a soltar las ideas mas revolucionarias con una sonrisa de nino ahito. A veces le reprocho no tener gran cosa de oriental. Ya lo vera, bajo sus ropas persas tiene la frialdad inglesa, las ideas francesas y un espiritu mas anticlerical que el senor Clemenceau. Se llama Fazel. El le conducira hasta Mirza Reza. Le encargue que lo vigilara lo mas posible. No creo que haya podido impedirle cometer sus locuras, pero sabra donde encontrarlo.

Me levante para marcharme. Me saludo calurosamente y retuvo mi mano en la suya.

– Rochefort me dice en su carta que se llama usted Benjamin Omar. En Persia utilice solo Benjamin, no pronuncie jamas el nombre de Omar.

– ?Sin embargo, es el de Jayyam!

– Desde el siglo XVI, desde que Persia se convirtio al chiismo, ese nombre esta desterrado. Podria causarle los peores problemas. Uno cree identificarse con Oriente y se encuentra preso en sus disputas.

Una mueca de pena, de consuelo, un gesto de impotencia. Le di las gracias por su consejo y me volvi para salir, pero me alcanzo:

– Una ultima cosa. Ayer se cruzo usted con una joven cuando ella se disponia a marcharse. ?Le hablo usted?

– No, no tuve la ocasion.

– Es la nieta del shah, la princesa Xirin. Si por cualquier razon todas las puertas se cerraran ante usted, enviele un mensaje, recuerdele que la vio usted en mi casa. Una palabra de ella y muchos obstaculos se allanarian.

XXIX

H asta Trebisonda, en velero, el mar Negro es tranquilo, demasiado tranquilo, el viento sopla poco, durante horas se contempla el mismo punto de la costa, el mismo penasco, el mismo bosquecillo de Anatolia. Hubiera sido un error quejarme porque necesitaba ese tiempo de sosiego, dada la ardua tarea que debia realizar: memorizar un libro entero de dialogos persas-franceses escrito por Nicolas, el traductor de Jayyam, ya que me habia prometido dirigirme a mis anfitriones en su propia lengua. No ignoraba que en Persia, como en Turquia, muchos letrados, comerciantes o altos responsables hablan frances. Algunos incluso hablan ingles, pero si se quiere pasar del circulo restringido de los palacios y las legaciones, si se quiere viajar fuera de las grandes ciudades o por sus bajos fondos, hay que estudiar el persa.