– Es la unica persona que podria informarme sobre el Manuscrito.
– Lo se y le conducire hasta el, pero no me quedare ni un instante con usted.
Esa noche, el padre de Fazel, uno de los hombres mas ricos de Teheran, ofrecio una cena en mi honor. Amigo intimo de Yamaleddin, aunque apartado de toda accion politica, queria honrar al Maestro por mi mediacion; habia invitado a cerca de cien personas. La conversacion giro en torno a Jayyam. Cuartetas y anecdotas llovian de todas las bocas y las discusiones se animaban derivando a menudo hacia la politica; todos parecian manejar habilmente el persa, el arabe y el frances y la mayoria de ellos tenian algunas nociones de turco, ruso e ingles. Yo me sentia tanto mas ignorante cuanto que todos me consideraban como un gran orientalista y un especialista de las Ruba'ivyat, apreciacion muy exagerada, diria incluso que desmedida, pero que pronto tuve que renunciar a desmentir, puesto que mis protestas parecian una manifestacion de humildad, que es, todos lo sabemos, el sello de los verdaderos sabios.
La velada comenzo con la puesta de sol, pero mi anfitrion habia insistido para que yo fuera mas temprano; deseaba mostrarme los colores de su jardin. Un persa, aunque posea un palacio, como era el caso del padre de Fazel, rara vez invita a visitarlo: lo relega en favor del jardin, su unico motivo de orgullo.
A medida que iban llegando, los invitados cogian sus copas e iban a instalarse cerca de los riachuelos, naturales o artificiales, que serpenteaban entre los alamos. A veces, segun prefirieran sentarse en una alfombra o en un almohadon, los sirvientes se apresuraban a tirarlos en el lugar elegido, pero algunos escogian una roca o simplemente la tierra; los jardines de Persia no conocen el cesped, lo que a ojos de un americano les da un aspecto algo arido.
Esa noche se bebio razonablemente. Los mas piadosos se limitaban al te. Con este fin, circulaba un gigantesco samovar, escoltado por tres sirvientes, dos para sostenerlo y un tercero para servir. Muchos preferian el arak, el vodka o el vino, pero no observe ninguna actitud desagradable; los mas achispados se contentaban con acompanar en sordina a los musicos contratados por el senor de la casa; uno que tocaba el pandero, un virtuoso del «zarb» y un flautista. Mas tarde llegaron los bailarines, la mayoria muchachos jovenes. En el transcurso de la recepcion no aparecio ninguna mujer.
La cena no se sirvio hasta la medianoche aproximadamente. A lo largo de la velada nos contentamos con pistachos, almendras, granos salados y golosinas, y la comida solo fue el punto final del ceremonial. El anfitrion tenia el deber de retrasarla lo mas posible, ya que en cuanto llega el plato principal, que esa noche era un «yavaher polow», un «arroz alhajado», cada invitado se lo traga en diez minutos, se lava las manos y se va. Cocheros y sirvientes con linternas se apelotonaban en la puerta cuando salimos, para recoger a su senor.
Al alba del dia siguiente, Fazel me acompano en un coche de punto hasta la puerta del santuario de Shah Abdol-Azim. Entro solo, para volver con un hombre de aspecto inquietante: alto, delgado de manera enfermiza, con la barba hirsuta y las manos temblandole sin cesar. Iba vestido con una larga tunica blanca, estrecha y remendada y llevaba un bolson descolorido y sin forma que contenia todo lo que poseia en este mundo. En sus ojos podia leerse todo el infortunio de Oriente.
Cuando se entero de que yo acababa de visitar a Yamaleddin, cayo de rodillas, me agarro la mano y la cubrio de besos. Fazel, incomodo, balbuceo una excusa y se alejo.
Tendi a Mirza Reza la carta del Maestro. Casi me la arranco de las manos y, aunque constaba de varias paginas, la leyo entera, sin apresurarse, olvidando totalmente mi presencia.
Espere a que hubiera terminado para hablarle de lo que me interesaba. Pero entonces me dijo, en una mezcla de persa y frances que me costo bastante comprender:
– El libro lo tiene un soldado originario de Kirman, que es tambien mi ciudad. Me ha prometido venir a verme aqui pasado manana viernes. Habra que darle algo de dinero, no para comprar el libro, sino para agradecerle el haberlo restituido. Desgraciadamente, ya no me queda ni una moneda.
Sin dudarlo, saque del bolsillo el oro que Yamaleddin le enviaba y anadi una suma equivalente; parecio satisfecho.
– Vuelve el sabado. Si Dios lo quiere tendre el Manuscrito , te lo entregare y tu se lo llevaras al Maestro a Constantinopla.
XXX
D e la adormilada ciudad subian ruidos perezosos, el polvo era caliente y brillaba el sol; era un dia persa, todo languidez, una comida compuesta de pollo al albaricoque, un vino fresco de Shiraz, una siesta insuperable en el balcon de mi habitacion del hotel bajo un quitasol descolorido, con la cara tapada con una toalla mojada.
Pero en el crepusculo de ese 1 de mayo de 1896, una vida acabaria y otra comenzaria mas alla.
Insistentes y furiosos golpes en mi puerta. Por fin los oigo, me estiro, me sobresalto y corro descalzo con el pelo pegado y el bigote lacio, vestido con una tunica flotante comprada la vispera. Mis dedos flaccidos tienen dificultades para abrir el pestillo. Fazel empuja la puerta, me arrolla para cerrarla y me sacude por los hombros.
– ?Despierta, dentro de un cuarto de hora eres hombre muerto!
Lo que Fazel me dijo con algunas frases entrecortadas el mundo entero iba a saberlo al dia siguiente por la magia del telegrafo.
Al mediodia, el monarca habia acudido al santuario de Shah-Abdol-Azim para la oracion del viernes. Llevaba el traje de gala confeccionado para su jubileo, hilos de oro, remates de turquesas y esmeraldas, gorro de plumas. En la gran sala del santuario elige su espacio para la oracion y extienden una alfombra a sus pies. Antes de arrodillarse, busca con los ojos a sus mujeres y les indica que se coloquen detras de el, alisa sus largos bigotes afilados, blancos con reflejos azulados, mientras la multitud, fieles y mollahs que los guardias se afanan por contener, se apina a su alrededor. Del patio exterior llegan aun las aclamaciones. Las esposas reales avanzan.
Entre ellas se escurre un hombre vestido de lana, a la manera de los derviches. Sujeta un papel que tiende con la punta de los dedos. El shah se pone sus binoculos para leerlo. De pronto, un tiro alcanza al soberano en pleno corazon. Pero antes de desplomarse, puede murmurar: «?Sostenedme!» La pistola estaba oculta por la hoja de papel.
En el tumulto general, el gran visir es el primero que se recobra y grita: «?No es nada, la herida es leve!» Ordena evacuar la sala y llevar al shah al carruaje real. Y hasta Teheran, va abanicando el cadaver sentado en el asiento de atras, como si aun respirara. Mientras tanto, hace venir al principe heredero de Tabriz, de donde es gobernador.
En el santuario, las esposas del shah atacan al asesino, lo insultan y lo muelen a palos; la muchedumbre le arranca la ropa y se dispone a despedazarlo cuando el coronel Kasakovsky, jefe de la brigada cosaca, interviene para salvarlo, o mas bien para someterlo a un primer interrogatorio. Sorprendentemente, el arma del crimen ha desaparecido. Se dice que una mujer la recogio y la oculto bajo su velo. No la encontraran jamas. Por el contrario, recuperan la hoja de papel que sirvio para camuflar la pistola.
Por supuesto, Fazel me ahorro todos esos detalles, su sintesis fue lapidaria:
– Ese loco de Mitza Reza ha matado al shah. Le han encontrado encima la carta de Yamaleddin donde se menciona tu nombre. Conserva tu traje persa, coge tu dinero y tu pasaporte. Nada mas. Y corre a refugiarte en la Legacion americana.
Mi primer pensamiento fue para el Manuscrito . ?Lo habria recuperado Mirza Reza esa manana? Verdad es que yo no evaluaba aun la gravedad de n-u situacion: complicidad en el asesinato de un jefe de Estado, ?yo, que habia venido al Oriente de los poetas! Sin embargo, las apariencias estaban contra mi, enganosas, falsas, absurdas, pero abrumadoras. ?Que juez, que comisario no sospecharia de mi?
Fazel espiaba desde el balcon; de pronto se agacho y grito con voz ronca:
– ?Ya estan aqui los cosacos! ?Estan acordonando el hotel!
Bajamos corriendo la escalera. Una vez llegados al vestibulo de entrada, recobramos un paso mas digno, menos sospechoso. Un oficial, barba rubia, gorro encasquetado, acababa de entrar barriendo con los ojos los rincones de la estancia. Fazel tuvo justo el tiempo de susurrarme: «?A la Legacion!» Luego se separo de mi, se dirigio hacia el oficial, le oi pronunciar «?Palkovnik!» -?Coronel!- y les vi estrecharse la mano ceremoniosamente e intercambiar algunas palabras de condolencia. Kasakovsky habia cenado con frecuencia en casa del padre de mi amigo y eso me valio algunos segundos de respiro. Los aproveche para apresurar el paso hacia la salida, envuelto en mi aba , e internarme en el jardin, que los cosacos se aplicaban en transformar en un campo atrincherado. No me molestaron. Como venia del interior debieron de suponer que su jefe me habia dejado pasar. Cruce, pues, la verja y me dirigi hacia la callejuela de la derecha que llevaba al bulevar de los embajadores y, en diez minutos, a mi Legacion.
Tres soldados estaban apostados a la entrada de mi callejuela. ?Pasaria ante ellos? A la izquierda divise otra calleja. Pense que seria mejor tomarla, aunque tuviera luego que torcer a la derecha. -Avance, por lo tanto, evitando mirar en direccion a los soldados. Algunos pasos mas y ya no los veria, ni ellos a mi:
– ?Alto!
?Que hacer? ?Detenerme? A la primera pregunta que me hicieran descubririan que apenas hablaba persa, me pedirian mis papeles y me detendrian. ?Huir? No les costaria alcanzarme, yo habria actuado como un culpable y ni siquiera podria invocar mi buena fe. Solo tenia una fraccion de segundo para elegir.