Representantes de todas las clases sociales de los setenta mil habitantes de aquella industriosa ciudad engrosaban la corriente humana que pasaba por los muelles, al pie de la ventana que serv?a de atalaya a Andr?-Louis.

Gracias al camarero que le sirvi? en la taberna, Andr?-Louis obtuvo noticias acerca del estado de ?nimo reinante en la ciudad. El mesero, que apoyaba a las clases privilegiadas, afirm? apesadumbrado que se notaba cierto desasosiego. Todos estaban pendientes de lo que sucediera en Rennes. Si era cierto que el rey hab?a disuelto los Estados de Breta?a, todo ir?a bien, y los descontentos no tendr?an pretexto para nuevos disturbios. Ya hab?a habido en Nantes algunos chispazos que alteraron el orden. Y esperaba que no se repitieran. A causa de los rumores, desde muy temprano en la ma?ana, la multitud acud?a a los soportales de la C?mara de Comercio para recibir las ?ltimas noticias. Pero a?n no se sab?a nada. Ni siquiera se ten?a la certeza de que Su Majestad hubiera disuelto los Estados.

Eran las dos, la hora m?s animada en la Bolsa, cuando Andr?-Louis lleg? a la Plaza del Comercio. Dominada por el imponente edificio de la Bolsa, la plaza estaba tan concurrida que Andr?-Louis tuvo que forcejear para abrirse paso hasta la escalinata del p?rtico de columnas j?nicas. Una sola palabra le hubiera bastado para que le dejaran pasar, pero intuitivamente no dijo nada. Su voz ten?a que caer sobre aquella multitud igual que un trueno, del mismo modo que el d?a anterior hab?a ca?do sobre el pueblo de Rennes. No quer?a malograr el efecto teatral de su aparici?n en p?blico.

El edificio de la Bolsa estaba celosamente custodiado por una fila de ujieres precariamente armados, pues la guardia hab?a sido improvisada a toda prisa por los comerciantes de la ciudad en previsi?n de posibles disturbios. Uno de estos ujieres le cerr? el paso a Andr?-Louis cuando quiso subir por la escalinata.

El delegado de Rennes le susurr? unas palabras al o?do para presentarse.

El ujier le indic? con un gesto que lo siguiera. Cuando llegaron al umbral de la C?mara, Andr?-Louis se detuvo y le dijo a su gu?a:

– Esperar? aqu?. D?gale al presidente que venga a verme.

– ?Vuestro nombre, caballero?

Andr?-Louis estaba a punto de contestar cuando, de pronto, record? que Le Chapelier le hab?a aconsejado ocultar su identidad en vista de lo peligroso de su misi?n.

– Mi nombre no le dir? nada. No tiene la menor importancia. Soy el portavoz del pueblo, nada m?s.

El ujier se fue y, a la sombra de las columnas del p?rtico, Andr?-Louis dej? vagar la mirada sobre la multitud de rostros aglomerados a sus pies.

Entonces lleg? el presidente, seguido por otros hombres deseosos de saber las noticias que tra?a aquel joven desconocido.

– ?Sois mensajero de Rennes?

– Soy el delegado que env?a el Casino Literario de aquella ciudad para informaros de lo que all? sucede.

– ?Cu?l es vuestro nombre?

Andr?-Louis call? un instante.

– Creo que cuantos menos nombres pronunciemos mejor.

El presidente abri? los ojos desmesuradamente y se puso muy serio. Era un hombre corpulento, de mejillas coloradas, autosuficiente. Tras un momento de vacilaci?n, dijo:

– Entrad en la C?mara.

– Con vuestro permiso, se?or, quiero comunicar mi mensaje desde aqu?.

– ?Desde aqu?? -dijo el gran comerciante frunciendo el entrecejo.

– Mi mensaje es para el pueblo de Nantes, y s?lo desde aqu? puedo hacerlo llegar al mayor n?mero de habitantes. No s?lo es mi deseo, sino el de aquellos a quienes represento, que este mensaje sea escuchado por la mayor cantidad de ciudadanos posible.

– Decidme, caballero, ?es cierto que el rey ha disuelto los Estados?

Andr?-Louis mir? al presidente. Sonri? como pidiendo perd?n, e hizo se?as hacia la multitud, que ahora se empinaba para ver mejor al esbelto joven que hab?a hecho salir al p?rtico al presidente y a otros miembros de la C?mara. El curioso instinto de las masas, les hac?a presentir que aqu?l era el portador de las noticias que estaban esperando.

– Llamad tambi?n al resto de los miembros de la C?mara, caballero -dijo Andr?-Louis-, y as? podr?is o?rlo todos.

– Que as? sea.

Una orden bast? para que los miembros de la C?mara se reunieran en lo alto de la escalinata, dejando despejado en el ?ltimo pelda?o un espacio en forma de herradura.

All? se coloc? Andr?-Louis dominando a todos los reunidos. Se quit? el sombrero y lanz? el primer ob?s de una alocuci?n que fue hist?rica, pues marc? una de las grandes etapas de Francia en su avance hacia la revoluci?n.

– ?Pueblo de la gran ciudad de Nantes, vengo a llamaros a las armas!

En medio del estupefacto, y m?s bien asustado, silencio que sigui? a estas palabras, Andr?-Louis mir? detenidamente a su p?blico durante un instante y prosigui?:

– Soy un delegado del pueblo de Rennes, encargado de anunciaros lo que ocurre, y he venido a invitaros, en esta hora de peligro para nuestro pa?s, a levantaros y marchar en su defensa.

– ?Vuestro nombre, vuestro nombre! -gritaron varias voces hasta convertirse en el grito un?nime de toda la multitud.

El joven no pod?a contestar a aquella masa excitada como lo hab?a hecho con el presidente. Era necesario que mostrara su compromiso y as? lo hizo:

– Mi nombre -dijo- es Omnes Omnibus, y eso es todo. Por ahora es bastante. No soy m?s que un portavoz. He venido a anunciaros que dado que las clases privilegiadas en la asamblea de los Estados en Rennes han desobedecido la voluntad del rey y la nuestra, Su Majestad ha disuelto los Estados.

La ovaci?n fue delirante. Los hombres aplaud?an, re?an y gritaban fren?ticamente: «?Viva el rey!». Andr?-Louis aguard? hasta que la gente advirti? gradualmente la gravedad de su rostro y lleg? a comprender que aquello no era todo. Tambi?n el silencio se restableci? paulatinamente y Andr?-Louis pudo proseguir:

– Os regocij?is demasiado pronto. Desgraciadamente, los nobles, en su insolente arrogancia, han decidido no darse por enterados del mandato real, y a pesar de todo persisten en reunirse para resolver los problemas como les plazca.

Un silencio de desaliento acogi? aquel desconcertante ep?logo de la noticia que hab?an recibido con tanta alegr?a. Al cabo de una breve pausa, Andr?-Louis continu?:

– De modo que esos hombres que ya estaban contra el pueblo y contra toda justicia e igualdad, incluso contra la humanidad, ahora tambi?n se han rebelado contra el rey. Antes que ceder una pulgada en los excesivos privilegios que hace tanto disfrutan, a expensas de la miseria de toda una naci?n, se burlar?n de la autoridad real, incluyendo al mism?simo soberano. Est?n decididos a probar que en Francia no existe otra soberan?a salvo la de los par?sitos y holgazanes como ellos.

El p?blico aplaudi? d?bilmente. La mayor?a permaneci? esperando en silencio.

– Esto no es cosa nueva. Siempre ha sucedido lo mismo. En los ?ltimos diez a?os no ha habido un ministro que, en vista de las necesidades y peligros del Estado y habiendo aconsejado las medidas que ahora pedimos como ?nico remedio para evitar que nuestra patria se precipite al abismo, no fuera expulsado de su cargo por la influencia de los privilegiados. Dos veces ha sido llamado el se?or Necker al ministerio, y dos veces lo han despedido, cuando sus insistentes consejos de reforma amenazaban los privilegios del clero y de la nobleza. Ahora por tercera vez lo han llamado, y al fin parece que tendremos Estados Generales a pesar de los privilegiados. Pero lo que las clases privilegiadas no pueden evitar, est?n determinadas a inutilizarlo. A menos que tomemos medidas para impedirlo, los nobles y el clero convertir?n los Estados Generales en un mero instrumento para perpetuar los abusos gracias a los cuales viven, asegurando que el Tercer Estado est? representado por quienes ellos designen, y neg?ndonos toda representaci?n efectiva. No se detendr?n ante nada con tal de obtener este prop?sito. Se burlan de la autoridad del rey y silencian con balas las voces que se levantan para condenarlos. Ayer mismo, en Rennes, dos j?venes que arengaban al pueblo, como yo hago ahora, fueron asesinados a instigaci?n de la nobleza. Su sangre pide venganza.

Comenzando en un apagado murmullo, la indignaci?n de los presentes fue en aumento hasta transformarse en un rugido de ira.

– Ciudadanos de Nantes -continu? el orador-, ?la madre patria est? en peligro! Marchemos en su defensa. Proclamemos ante el mundo que las medidas para liberar al Tercer Estado de la esclavitud s?lo encuentran obst?culos en el fren?tico ego?smo de las clases encumbradas dispuestas a seguir recibiendo de las generaciones venideras el odioso tributo de dolor y l?grimas. La barbarie de los medios empleados por nuestros enemigos para perpetuar nuestra opresi?n, debe prevenirnos, pues sin duda intentar?n establecer la aristocracia como un principio constitucional para el gobierno de Francia. El establecimiento de la libertad y la igualdad debe ser el objetivo de todo ciudadano perteneciente al Tercer Estado; y nuestra unidad debe ser indivisible, especialmente entre los j?venes y los que han tenido la dicha de nacer lo suficientemente tarde para recoger por s? mismos los preciosos frutos de la filosof?a de este siglo XVIII.

Ahora estallaban aclamaciones. Andr?-Louis los hab?a hechizado con su irresistible ret?rica. Y no dej? de aprovechar aquel j?bilo popular:

– Juremos -grit? a pleno pulm?n- alzar en nombre de la humanidad y de la libertad un baluarte contra nuestros enemigos; oponer a su ambici?n sedienta de sangre la serena perseverancia de los hombres cuya causa es justa. Dejemos aqu? constancia de nuestra protesta contra cualquier tir?nico decreto que en el futuro nos declare sediciosos cuando lo ?nico que nos anima son puras y justas intenciones. Juremos por el honor de nuestra patria que si uno de nosotros fuese llevado ante un injusto tribunal y se intentara contra ?l uno de esos actos llamados de conveniencia pol?tica -que de hecho no son sino actos de despotismo- juremos, digo, dar plena expresi?n a la fuerza que est? en nosotros y usarla en defensa propia con el coraje y la desesperaci?n que nos dicte la conciencia.

Los aplausos apenas dejaron o?r estas ?ltimas palabras. Andr?-Louis observ? con satisfacci?n que incluso algunos ricos comerciantes le aclamaban y le estrechaban la mano, pues no s?lo participaban pasivamente de aquel entusiasmo, sino que lo lideraban. Eso le confirm? que la filosof?a en la que se inspiraba el nuevo movimiento ten?a su origen en la burgues?a, y que si estas ideas se llevaban a la pr?ctica, lo m?s l?gico ser?a que aquella misma burgues?a ocupara el lugar que ahora detentaba la aristocracia. Si pod?a decirse que Andr?-Louis hab?a encendido en Nantes la antorcha de la Revoluci?n, no era menos cierto que aquella antorcha se la hab?a entregado la opulenta burgues?a de la ciudad.