Tres coraceros, con palas robadas en un cobertizo, cavaban la fosa, ya casi terminada. En la hierba, el soldado Pacotte estaba blanco y rigido.

– Hay que espabilarse, muchachos -dijo el capitan Saint-Didier.

– Lo primero es lo primero, mi capitan -se limito a decir Fayolle, clavando la pala en el monton de tierra que rodeaba la fosa. -?Nos vamos de este maldito pueblo!

– Enterramos a nuestro hermano, mi capitan -replico Fayolle-, para que no lo devoren los zorros.

– Tenemos principios -anadio uno de los coraceros, un herrero forzudo que se llama Verzieux.

– ?Y no enterrais al tipo que destripasteis anoche en la casa?

– ?Ah, ese! -dijo Fayolle-. Es austriaco.

– Si los zorros se lo comen, que les aproveche -dijo el tercer soldado, un hombre bajo y moreno que se reia burlonamente y a quien el capitan reconvino:

– ?Basta, Brunel!

– ?Es que no sois religioso, mi capitan? -pregunto un Fayolle socarron, el cual acariciaba los tirantes negros que habia encontrado en el bolsillo de Pacotte y que llevaba alrededor del cuello como una corbata, a modo de recuerdo o trofeo.

– ?Dentro de un cuarto de hora quiero veros a los tres en vuestro peloton! -les ordeno el capitan Saint-Didier antes de girar sobre sus talones, disgustado por tener que dirigir a unos brutos.

Cuando estuvo a cien pasos, Brunel pregunto a los otros dos:

– Saint-Didier… es un apellido de aristocrata, si no me equivoco.

– Quiza nos evitara lo peor -dijo Fayolle-. Le he visto actuar delante de Ratisbona, y conoce su oficio.

– ?Ya, ya! -dijo Verzieux, poniendose a cavar-. Estoy harto de esos oficialillos caguetas que recogen a la salida de los colegios y que nos forman en quince dias porque saben latin.

Alla abajo, cerca de la ribera del Danubio, las gaviotas emitian unos chillidos que parecian risas. Fayolle se echo el manto pardo sobre el hombro e hizo una mueca.

– Si hasta los pajaros se burlan de nosotros, esto empieza mal…

Todos los regimientos de caballeria acantonados en Viena salieron a primera hora de la manana, y el suelo temblaba bajo los cascos de los caballos. Friedrich Staps se puso al lado de un muro para que pasaran los dragones al galope, que le habrian pisoteado sin consideracion, y se adentro en las viejas calles alrededor de la catedral de San Esteban. Empujo la puerta vidriera de una ferreteria que acababa de abrir y tenia ya un cliente, un senor corpulento vestido de oscuro, con los cabellos grises, ralos y largos, tanto que le rozaban el cuello de la chaqueta. El cliente hablaba frances y el comerciante, con los ojos muy abiertos, trataba de explicarle en vienes, ese aleman cantado, que no le entendia. El frances se saco del bolsillo un trozo de tiza y dibujo algo en el mostrador. Lo habia hecho mal, sin duda, porque el comerciante seguia perplejo. Staps se acerco y le ofrecio su ayuda.

– Conozco un poco vuestra lengua, senor, y si puedo seros de utilidad…

– ?Aj, joven, vos me salvais! -?Que habeis dibujado? -Una sierra.

– ?Quereis comprar una sierra?

– Si, bastante larga y resistente, no demasiado flexible, con los dientes finos.

Informado por Staps, el comerciante saco de sus cajas varios modelos que el frances tomo en sus manos. Staps le miraba con curiosidad.

– No os imagino en absoluto como carpintero, senor.

– ?Y teneis razon! Perdonadme, esta manana tengo demasiada prisa y ni siquiera me he presentado. Soy el doctor Percy, cirujano en jefe del gran ejercito.

– ?Necesitais una sierra para cuidar a vuestros enfermos?

– ?Cuidar! Nada me gustaria mas, pero en las batallas no se cuida, se repara, se acorrala a la muerte, se cortan brazos y piernas antes de que comience la gangrena. Gangrena… ?conoceis esa palabra?

– Me temo que no.

– Con este calor, joven -dijo Percy, sacudiendo la cabeza-, los miembros heridos se pudren, y es mejor amputarlos antes de que todo el cuerpo se deshaga por dentro.

El doctor Percy eligio la sierra que le convenia y el tendero se la envolvio. Pago con uno de los billetes de un fajo de florines que habia sacado de su maletin, se embolso el cambio, dio las gracias y se calo un tricornio negro con escarapela. A traves de la ventana, Staps le vio alejarse hacia la calle de Carintia, donde salto a una calesa.

– ?En que puedo serviros, senor? -le pregunto el tendero. Staps se volvio hacia el.

– Necesito un cuchillo largo y afilado. -?Para cortar carne?

– Exactamente -respondio el joven, con una sonrisa apenas marcada.

Al salir de la ferreteria, Friedrich Staps se guardo el cuchillo de cocina, envuelto en papel gris, en el bolsillo interior de la levita arrugada, y echo a andar con rapidez por la ciudad en efer vescencia. Los escuadrones seguian confluyendo hacia las puertas de Viena para tomar la ruta de Ebersdorf, el Danubio y el gran puente flotante. Al llegar a la casa pintada de rosa de la Jordangasse, Staps se encontro con unos hombres de torso desnudo y gorra de cuartel en la cabeza, que descargaban un furgon de intendencia cubierto con una lona. Sin preguntarles nada, siguio a dos de ellos. Sudaban al transportar una gran cesta hacia la cocina, en la que el joven entro tambien. Sobre la larga mesa parda se amontonaban pollos, frascos, hogazas de pan y verduras. Las hermanas Krauss y su ama de llaves desplumaban, cortaban, mondaban y lavaban, mientras Henri Beyle, a pesar de su mala cara, regresaba de la bomba con dos cubos de agua que Staps le quito de las manos.

– Descansad, estais enfermo.

– Muy amable, senor Staps.

Entonces, indicando los viveres con un gesto del brazo, Henri le explico:

– Ya veis, mis colegas de la intendencia se ocupan tambien de mi salud.

– Y la de estas senoritas.

Henri miro a Staps, con su aire angelico, su sonrisa ambigua. Aquel muchacho demasiado cortes le irritaba. Cabia dar un doble sentido a cada una de sus palabras. ?Debia desconfiar? ?Por que? Henri olvido sus sospechas al oir a Anna Krauss que bromeaba con sus hermanas menores, sin que el comprendiera a proposito de que o de quien. Staps no tardo en intervenir en la conversacion, en aleman, lo cual acabo por hacerle odioso a Henri. Este, en el extremo de la mesa, los veia reir sin poder participar del jolgorio. Palidecio y apreto los dientes, intento levantarse y sintio malestar, un escalofrio. Inquieta de repente, Anna se apresuro a sostenerle. Como le tomaba del brazo y el notaba el calor de su cuerpo, Henri enrojecio como un tomate.

– ?Le vuelven los colores! -exclamo Friedrich Staps en frances.

Henri habria querido morder a aquel pequeno imbecil.

Con la chaqueta desabrochada y las perneras del pantalon remangadas sobre los zuecos embarrados, Vincent Paradis no parecia un tirador y menos todavia un explorador. Se habria dicho que era un civil disfrazado. El ordenanza del coronel Lejeune habia tenido que sacudirle para que se despertara. Bostezo, estirandose ante el Danubio amarillento, un rio como no habia visto otro jamas, ancho como un brazo de mar e inestable como un torrente, con caprichos y subitas violencias. El sol empezaba a caldear y Paradis recogio su casco, se lo puso y ajusto el barboquejo de cuero bajo el menton. ?Quien habria inventado unos sombreros tan altos? Protegido por un oficial del estado mayor, se creia al abrigo en la isla de Lobau, y le divertia el trajin que distinguia a lo lejos, en la otra orilla, hacia las casas apretujadas y las granjas de Ebersdorf. Entonces oyo una musica. Los clarinetes de la Guardia Imperial, en cabeza de las tropas que avanzaban ahora por el puente grande lleno de baches, tocaban una marcha de Cherubini compuesta para ellos. Seguian las banderas a rombos tricolores coronadas por un aguila con las alas desplegadas y, a continuacion, los impecables granaderos. A estos no los soportaba nadie en el ejercito, pues tenian todos los derechos y lo demostraban. El emperador los mimaba, por lo que eran arrogantes. Solo montaban en primera linea al final de las batallas, para desfilar entre los cadaveres de hombres y caballos, comian en escudillas personales y, en general, viajaban en coches guarnecidos de paja o en simon, para reducir al minimo las molestias. En Schonbrunn, donde habian acampado, la intendencia les habia ofrecido calderadas de vino azucarado. Al igual que el emperador, usaban calzones de casimir debajo de las polainas de tela blanca. Dorsenne, su jefe, elegante hasta el exceso, con el cabello negro rizado con tenacillas y el semblante altivo de un habitual de los salones, comprobaba los botones de los uniformes, los pliegues falsos, la limpieza de las bayonetas por las que pasaba un dedo enguantado.

Los granaderos de la Guardia se aproximaban en tres filas, atravesando aquel interminable puente de tablones que descansaba sobre barcas de tamanos y formas desiguales y balanceadas por la corriente. A medida que avanzaban de una manera lenta y compasada, arrojaban al agua sus bicornios, y cada uno desanudaba de la mochila de quien le precedia aquel famoso gorro de piel de oso, metido en un estuche, antes de ponerselo.

– ?Que espectaculo! -exclamo el ordenanza de Lejeune, que presenciaba la escena detras de Paradis.

– Si, mi teniente.

– ?Eso reconforta el corazon!

– Si, mi teniente -repitio el tirador Paradis para no contradecir a sus bienhechores que le alejaban del frente, pero aquel ceremonial afectado le irritaba.

Tenian menos miramientos con los soldados de infanteria, siempre en marcha, siempre encorvados bajo el peso de las armas, las piernas y los brazos destrozados, que dormian en el sue lo incluso bajo la lluvia, que renian por ocupar un sitio calido no demasiado lejos del fuego de los vivaques.

Llego Lejeune, con las manos a la espalda y un aspecto hurano, lo cual no presagiaba nada agradable. Cogio a Paradis del hombro, con demasiado afecto, y se lo llevo hacia los ribazos. De repente Lejeune salto hacia atras, pues acababa de pisar una serpiente que se escurria entre las matas de hierba.

– No temais -le dijo Paradis, sonriente-, es una culebra de agua y solo come ranas y tritones.

– Sabes muchas cosas.

– Vos tambien, mi coronel, pero no son las mismas.

– Me has sido util.

– Digo lo que se, eso es todo.

– Oye…

– Pareceis molesto.

– Lo estoy.

– ?Bien, ya esta, lo he comprendido!

– ?Que es lo que has comprendido?

– Ya no teneis necesidad de mi.