Capitulo primero . VIENA EN 1809
El martes, 16 de mayo de 1809, por la manana, una berlina rodeada de jinetes salio de Schonbrunn y avanzo lentamente a lo largo de la orilla derecha del Da nubio. Era un coche ordinario, de color verde oliva, sin ningun escudo. A su paso los campesinos austriacos se quitaban los negros sombreros de ala ancha, por prudencia pero sin respeto, pues conocian a los oficiales que montaban los caballos arabes de largas crines, con una piel de pantera bajo las nalgas, uniformes a la hungara, blanco y escarlata, una sobrecarga de adornos dorados y una pluma de garza en el chaco. Aquellos jovenes jinetes acompanaban a todas partes a Berthier, el mayor general del ejercito de ocupacion.
Una mano en el extremo de una manga hizo un gesto a traves de la ventanilla bajada. Al punto, el caballerizo mayor, Caulaincourt, quien permanecia a caballo junto a la portezuela, apreto los flancos de su montura con las rodillas, alzo el bicornio y los guantes con movimientos de acrobata, libero un mapa plegado de los alrededores de Viena que le pendia de un boton de la chaqueta y lo tendio al tiempo que saludaba. Poco despues el coche se detuvo ante el rio de aguas amarillentas y rapidas.
Un mameluco enturbantado salto del pescante de los lacayos, desplego el estribo, abrio la portezuela e hizo unas zalemas exageradas. El emperador bajo del coche al tiempo que se tocaba con el sombrero de piel de castor chamuscada por la plancha. Encima del uniforme de granadero se habia puesto, a modo de capa, la levita de pano gris de Louviers. El calzon tenia manchas de tinta, debido al habito de limpiar en el las plumas. Antes del desfile diario debia de haber firmado un rimero de decretos, porque queria decidirlo todo, desde la distribucion de los zapatones nuevos a la Guardia hasta el aprovisionamiento de las fuentes parisienses, mil detalles que a menudo no tenian nada que ver con la guerra que libraba en Austria.
Napoleon estaba empezando a engordar. El chaleco de casimir cenia un vientre ya redondeado, el cuello era inexistente y los hombros casi habian desaparecido. Su mirada indiferente solo se inflamaba cuando sufria un acceso de colera. Aquel dia estaba de mal humor y apretaba los labios. Cuando tuvo la certeza de que Austria se armaba contra el, cubrio en cinco jornadas la distancia entre Valladolid y Saint-Cloud, a un galope que mato a sabe Dios cuantos caballos. Entonces dormia diez horas de noche y otras dos en el bano, y gracias a sus reveses en Espana y aquella nueva accion emprendida a la ligera, recuperaba de golpe su resistencia fisica y su vigor.
Berthier bajo a su vez de la berlina y se reunio con Napoleon, quien se habia sentado en el tronco de un roble abatido. Los dos hombres eran mas o menos de la misma estatura y usa ban la misma clase de sombrero. Era posible confundirles de lejos, pero el mayor general tenia el cabello tupido y rizado y las facciones de su grueso rostro no eran tan regulares. Juntos contemplaron el Danubio.
– El lugar parece bien elegido, Sire-dijo Berthier, mordiendose las unas.
– Sulla carta militare, e evidente!-respondio el emperador, y se relleno de tabaco las fosas nasales.
– Falta sondear la profundidad con barquillas…
– Eso es cuenta vuestra.
– … y medir la fuerza de la corriente…
– ?Es cuenta vuestra!
Como de costumbre, a Berthier le tocaba obedecer. Fiel, ejemplar, ponia en practica las intuiciones de su senor, lo cual le conferia un poder enorme y le valia adhesiones interesadas y no pocos celos.
Delante de ellos el Danubio se dividia en varios brazos que reducian la velocidad de la corriente, con islas cubiertas de prados, maleza, bosques de robles frondosos, olmos y sauces. Entre la ribera y la isla Lobau, la mas grande, un islote podria servir de apoyo al puente que iban a construir. Mas alla del rio, en la desembocadura del Lobau, se adivinaba una pequena planicie hasta los pueblos de Aspern y Essling, cuyos puntiagudos campanarios se percibian entre los grupos de arboles. A continuacion se extendia una planicie inmensa con la mies todavia verde, regada por un arroyo seco en el mes de mayo, y al fondo, a la izquierda, las boscosas alturas del Bisamberg, donde se habian replegado las tropas austriacas, despues de haber incendiado los puentes.
?Los puentes! Cuatro anos atras, el emperador habia entrado en Viena como un salvador, y los habitantes de la ciudad corrian por delante de su ejercito. Esta vez, cuando llego a los arrabales mal protegidos, tuvo que asediar la ciudad durante tres dias, e incluso bombardearla antes de que la guarnicion se retirase.
Un primer intento de cruzar el Danubio acababa de saldarse con un fracaso cerca del puente destruido de Spitz. Quinientos tiradores de la division Saint-Hilaire se habian asentado en la isla de Schwartze-Laken, dirigidos por los jefes de batallon Rateau y Poux, pero, como carecian de ordenes precisas y coordinacion, habian descuidado apostar hombres de reserva en una casa grande que, a modo de fortin, podria proteger el desembarco de los demas. A la mitad de aquellos hombres los habian matado, y los restantes estaban heridos o eran prisioneros de la vanguardia enemiga apostada en la orilla izquierda, cuyos miembros cada manana tocaban el himno austriaco del senor Haydn para poner en movimiento a los habitantes de Viena.
Ahora el emperador en persona estaba al mando. Se proponia destruir el ejercito del archiduque Carlos, que ya era fuerte, antes de que consiguiera aliarse con el del archiduque Juan, que volvia de Italia a marchas forzadas. Para ello el emperador habia apostado en el oeste, como vigia, a Davout y su caballeria. Observaba la interminable llanura de Marchfeld que se extendia mas alla del rio y ascendia en el horizonte hacia la meseta de Wagram.
Un simple brigada, de uniforme mal abrochado y cano mostacho con las puntas hacia arriba, se dirigio a el en un tono grunon, sin ponerse firmes siquiera.
– ?Me has olvidado, mi emperador! ?Y mi medalla?
– ?Que medalla? -inquirio Napoleon, sonriendo por primera vez en ocho dias.
– ?Mi cruz de oficial de la Legion de honor, hombre! ?Me la merezco desde siempre!
– ?Tanto tiempo?
– ?Rivoli! ?San Juan de Acre! ?Austerlitz! ?Eylau! -Berthier…
El jefe de estado mayor anoto a lapiz el nombre del nuevo promovido, el soldado Roussillon, pero apenas habia terminado de hacerlo cuando el emperador se levanto y tiro al suelo la hachuela con la que se habia dedicado durante unos momentos a tallar el tronco de arbol.
– ?Andiamo! Quiero que haya un puente este fin de semana. Disponed brigadas de caballeria ligera en ese pueblo, ahi detras.
– Ebersdorf-dijo Berthier, examinando su mapa.
– Bredorf si quereis, y tres divisiones de coraceros. ?Empezad en seguida!
El emperador no daba jamas una orden o una reprimenda de manera directa. Esta tarea competia a Berthier, el cual, antes de subir a la berlina, hizo una sena a uno de sus ayudantes de campo vestidos con trajes de opera.
– Lejeune, ocupaos de eso con el senor duque de Rivoli.
– Bien, monsenor-respondio el oficial, un joven coronel del cuerpo de ingenieros, oscuros la piel y el pelo, con una cicatriz patetica, como una rayadura, en la parte izquierda de la frente.
Lejeune monto en su caballo arabe, se ajusto el cinturon de seda negra y oro, se quito una mota del dolman de piel y contemplo la partida del coche imperial con su escolta. Se quedo rezagado y, como buen profesional, estudio el Danubio y las islas fluviales batidas por la corriente. Ya habia participado en la construccion de puentes sobre el rio Po, con maderos, anclas y almadias, a pesar de las lluvias intensas, pero ?como colocar soportes en aquellas aguas amarillentas que formaban espumeantes torbellinos?
El gran brazo del rio discurria por el sur a lo largo de la isla Lobau, y el ayudante de campo sospechaba que hacia la otra orilla, que era preciso alcanzar, habia tierras pantanosas, lodazales que, segun fuese su nivel, el rio dejaba aparecer en forma de lenguas de arena.
Lejeune hizo que su caballo, demasiado nervioso, diese la vuelta y tomo la direccion de Viena. No lejos del pueblo de Ebersdorf diviso un arroyo en uno de cuyos meandros protegidos pondria a flote pontones y barcas. Detras del bosquecillo estaria a cubierto el maderamen, las cadenas, los pilotes, las viguetas, todo un taller oculto. A continuacion Lejeune se dirigio sin tardanza hacia los arrabales donde acampaba el duque de Rivoli, un espadachin a quien Napoleon llamaba primo mio, avido, sin normas por las que regirse y deslenguado, pero un estratega impecable, cuya infanteria, adiestrada por aquel loco furioso que era Augereau, alcanzo fama en el pasado al franquear el puente de Arcole. Era Massena.
Los ejercitos de Lannes, con tres divisiones de coraceros, estaban acantonados en la ciudad vieja. Los de Massena habian tomado posiciones junto a los arrabales, en el campo raso, donde el mariscal se habia reservado un pequeno castillo de verano con pinaculos barrocos, abandonado por los nobles vieneses que habian debido alcanzar una provincia mas segura o el campamento del archiduque Carlos. Cuando entro en el patio de armas, Lejeune no tuvo necesidad de presentarse, puesto que solo los edecanes de Berthier tenian derecho a llevar pantalones rojos, que les servian de salvoconducto. Siempre llevaban directrices del estado mayor, es decir, del mismo Napoleon. Eso no impedia que los guripas vieran sin ninguna simpatia tales privilegios, y el dragon a quien Lejeune confio su lujoso caballo miro de soslayo, con envidia, las fundas de arzon y la silla de montar dorada. Los hombres despechugados habian sacado de las salas de la planta baja catedras y sillas tapizadas, que ahora estaban diseminadas por doquier sobre el empedrado. Algunos, parecidos a corsarios, fumaban en largas y finas pipas de barro. Se pavoneaban ante los vivaques cuyas fogatas alimentaban con fragmentos arrancados de marqueteria de ebano y violines. Otros bebian vino del mismo tonel, por medio de pajas, y se daban empellones mientras reian, soltaban juramentos y se salpicaban. Unos cuantos corrian detras de una bandada de ocas chillonas; intentaban cortarles el cuello al vuelo, con los sables, para asarlas sin eviscerarlas siquiera, y volaban las blancas plumas que los hombres se arrojaban al rostro mutuamente, a punados, como chiquillos.
En las dependencias, los soldadotes se habian divertido lacerando los retratos de familia. Las telas de los cuadros pendian en tiras lamentables. Delante de la escalera de marmol, un artillero disfrazado de mujer, envuelto en un vestido de baile, indico a Lejeme el camino con una voz de falsete, mientras sus companeros de saqueo se desternillaban de risa. Tambien ellos iban disfrazados, uno con una peluca empolvada que le caia sobre la nariz, otro con una levita parda tornasolada cuya espalda habia desgarrado al ponersela, un tercero llenando su gorra de cuartel de cucharas y cubiletes plateados extraidos de un mueble panzudo que habia roto. Lejeune hizo una mueca de disgusto y subio al piso donde estaban los aposentos del mariscal. Sus botas hacian crujirlos fragmentos de porcelana. En una sala que se abria a un balcon con columnas salomonicas, oficiales, ordenanzas y comisarios de civil charlaban mientras elegian candelabros o jarrones que sus criados colocaban en cajas rellenas de paja. En un sofa, un coronel de husares incordiaba a la hija de un granjero de la vecindad, requisada como sus hermanas y al servicio de un escuadron. Subido a una consola de palo de rosa, un ayuda de camara con guantes blancos trataba de descolgar una arana de luces. Lejeune, agarrandole las pantorrillas, le pidio que le anunciara.