Capitulo tercero . PRIMERA JORNADA
Al amanecer, una bruma de calor velaba la planicie. Ni un soplo de aire agitaba los trigales. Delante de los pueblos donde su ejercito se preparaba, encor vado sobre su caballo de color claro, Napoleon, rodeado por sus mariscales, oficiales, ordenanzas y caballerizos, contemplaba aquel paisaje demasiado tranquilo. Los jefes reagrupados formaban un buen blanco, Berthier, Massena, Lannes, Bessieres, llegado de Viena, y los generales engalanados como para una revista, Espagne con la mandibula apretada, Lasalle, de mostacho retorcido y mascando su pipa apagada, Boudet, Claparede, Mouton, Saint-Hilaire, con el cuello de la guerrera subido, Oudinot, su expresion porfiada, el cabello cortado al rape pero las cejas pobladas, Molitor, de pelo aspero incluso en las mejillas y con la nariz delgada como una hoja de cuchillo, el imponente Marulaz, el vientre embutido en una faja de color amapola. La fuerte tension impedia los gestos y las palabras. Inmoviles sobre los caballos de patas rectas que agitaban suavemente las crines, todo plumas y colores, festoneados, bordados, dorados hasta las botas cuya cera brillaba, aquellos heroes componian un cuadro anacronico que Lejeune lamentaba no estar en condiciones de representar, aunque fuese a lapiz, a toda prisa, tanto le excitaba el desfase tan vivo que percibia entre la naturaleza y los soldados, la serenidad de una y la impaciencia de los otros. No ocurria nada. Lejeune meditaba sobre el poderio del decorado, capaz de modificar el sentido y el juego de los personajes que se le incorporaban. Paso por su mente una de sus amantes provisionales, una alemana rosada que se banaba en un torrente en Baviera: natural en la naturaleza, era hermosa, pero por la noche, cuando se quitaba de nuevo la falda en un salon cargado de colgaduras, fruslerias, muebles oscuros, tambien desnuda pero mas seria, resultaba inquietante. Su abandono, su ligereza, sus trapos sobre la alfombra contrastaban con la decoracion severa. «Es curioso -se dijo Lejeune-, pienso en el amor mientras espero la guerra…» Sonrio. La voz del emperador le trajo a esta ultima realidad.
– ?Pero estan dormidos! ?Mierda de austriacos! Mascalzoni!
Nadie hizo ningun comentario ni mostro su aprobacion. No era momento para servilismos, y probablemente, antes de que finalizara el dia, algunos de aquellos principes, barones, condes y generales estarian muertos. La bruma se disipaba, ya solo flotaba en franjas por encima de los campos. El azul del cielo era mas profundo, los trigales mas verdes. En el horizonte, sobre las pendientes de Gerasdorf, los austriacos habian formado piramides de fusiles apoyandolos unos contra otros.
– ?Que es lo que esperan? -grito el emperador.
– La sopa-dijo Berthier, mirando a traves del anteojo de largo alcance.
– No es mas que una retaguardia, Sire -refunfuno Lannes-. ?Vamos a derrotarlos!
– Mis jinetes no han encontrado nada en esos lugares -observo Bessieres.
– No -repitio Massena-, el ejercito austriaco esta ahi, muy cerca.
– Sesenta mil hombres por lo menos -dijo Berthier-, si mis informes son exactos.
– ?Tus informes! -gruno Lannes-: ?Los prisioneros te han contado sandeces! Estaban sacrificados en esta dichosa isla, ?que saben ellos de las intenciones del archiduque Carlos?
– Esta noche los francotiradores han degollado a uno de mis hombres -intervino Espagne en un tono inexpresivo.
– ?Eso es! -siguio diciendo Lannes-. ?Francotiradores, merodeadores, y el grueso de los regimientos descansan en Bohemia!
– Sin duda esperan el refuerzo de su ejercito de Italia… -anadio Bessieres.
– Basta!
El emperador habia gritado con irritacion. Estaba cansado de oirles cotorrear. No tenia ninguna necesidad de sus consejos. Hizo un ligero gesto con la mano a Berthier y se alejo en compania de su caballerizo Caulaincourt, del joven conde Anatole de Montesquiou, su ordenanza de cara fofa, los inevitables mamelucos traidos de Egipto que se las daban de importantes, con turbantes encopetados, pantalones turcos escarlata y lujosos punales bajo el cinto. Entonces Berthier tomo la palabra en voz recia, sin mirar siquiera a los mariscales.
– Su Majestad ha ideado un dispositivo que debeis poner en marcha al instante. No debe haber ningun fallo. Estamos de espaldas al rio, de donde llegaran tropas de refresco, el revituallamiento y las municiones. Se trata de oponer al enemigo una linea continua de un pueblo al otro. Massena se apoderara de Aspern, con Molitor, Legrand y Saint-Cyr. Lannes ocupara Essling con las divisiones Boudet y Saint-Hilaire. Hay que bloquear el terreno desguarnecido entre los pueblos: los coraceros de Espagne y la caballeria ligera de Lasalle se desplegaran bajo el mando de Bessieres. ?Manos a la obra!
No habia nada que discutir. El grupo se disgrego y cada uno fue a incorporarse al puesto previsto. Berthier, pensativo, se dirigio al campamento. Lejeune y Perigord le flanqueaban.
– ?Que opinais, Lejeune? -pregunto el jefe de estado mayor.
– Nada, monsenor, nada.
– Decidmelo de veras.
– Esta luz me da ganas de pintar.
– ?Y vos, Perigord?
– ?Yo? Yo obedezco.
– Todos nos vemos reducidos a obedecer, hijos mios -suspiro Berthier.
Cruzaron en fila el puente pequeno que oscilaba por encima de la corriente. En la isla, Perigord coloco su caballo a la altura del de Lejeune y le susurro en un tono confidencial:
– Que sombrio es nuestro mayor general.
– Debe de ser por la incertidumbre. El emperador parece elegir la defensiva, nos parapetamos, aguardamos. ?Atacaran los austriacos? El emperador asi lo cree. Debe de tener sus razones.
– ?Senor! -exclamo Perigord, alzando los ojos al cielo-. ?Ojala sepa adonde nos lleva! Sin embargo, mi querido amigo, estariamos mejor en Paris, o en Viena, ?y nuestro mayor general en sus tierras con sus dos mujeres! Mirad, estoy seguro de que piensa en la Visconti…
Lejeune no le respondio. Todo el mundo estaba enterado del triangulo amoroso de Berthier y los tormentos que este sufria. Desde hacia trece anos estaba locamente enamorado de una mi lanesa de ojos grises, casada por desgracia con el marques Visconti, un diplomatico bueno, anciano y muy discreto, poco afectado por las incesantes infidelidades de su esposa demasiado bella y ardiente. Cuando Berthier resolvio seguir a Bonaparte a Egipto, abandonando a su querida, lo hizo lleno de afliccion. En medio del desierto, bajo la tienda, levanto una especie de altar a su Giuseppa, a quien escribia sin cesar cartas alocadas y salaces. Y esto duro largo tiempo. A la larga, esta pasion interminable le parecio a Napoleon ridicula. Berthier, nombrado principe de Neuchatel, se vio entonces obligado a elegir una autentica princesa para fundar una apariencia de dinastia. Docil, desgraciado y entre lagrimas se decidio por Elisabeth de Baviera, quien tenia el morro picudo y carecia de menton, por lo que Giuseppa Visconti no estaria celosa. ?Y que sucedio dos semanas despues de esta ceremonia obligatoria? El marques murio en su lecho y Berthier no podia casarse con la viuda. Tuvo accesos de fiebre, estuvo al borde de la crisis nerviosa y fue preciso consolarle, sostenerle, recompensarle, aunque sus dos mujeres tuvieran que tolerarse mutuamente, se viesen con frecuencia y jugasen juntas al whist. Aquel domingo, al de mayo de 18o9, cuando se oia el fuego de los canones austriacos, ese era el motivo de los suspiros de Berthier.
El mariscal Bessieres suspiraba por motivos parecidos pero secretos. Era un hombre frio, de una cortesia excepcional, poco locuaz, sin emociones aparentes, de quien no se podia sospechar el menor extravio amoroso, pero que habia sabido llevar una doble vida a resguardo de los cotilleos. En realidad, debajo de su chaqueta azul y dorada llevaba dos medallones. Uno evocaba a su esposa Marie Jeanne, piadosa, muy dulce y considerada en la corte, y en el otro figuraba su amante, una bailarina de la opera con la que gastaba millones, Virginie Oreille, llamada Letellier.
Bajo su aspecto de Antiguo Regimen, con los cabellos largos y empolvados que formaban alas de cuervo en las sienes, Bessieres no permitia jamas que traslucieran los pensamientos poco militares que a menudo le pasaban por la cabeza. Cuando entro por primera vez en Essling al lado del general Espagne, lo primero que hizo fue mirar el campanario. ?Menudo Pentecostes! No era el Espiritu Santo quien hoy iba a caerles sobre la cabeza, sino otras lenguas de fuego, los obuses y las balas del archiduque. En la plaza, los caballos ya ensillados comian la cebada amontonada. Los jinetes se ayudaban mutuamente a cerrar las corazas, y algunos limpiaban sus armas con cortinas arrancadas de las ventanas.
Espagne, informad a los oficiales de los deseos de Su Majestad-dijo Bessieres mientras desmontaba.
Entonces se dirigio pensativo a la iglesia, en la que entro. El coro habia sido transformado en campamento y dos reclinatorios acababan de consumirse en una fogata ante el altar despoja do de sus adornos. Bessieres permanecio en pie ante el crucifijo que habian intentado en vano arrancar, inclino la cabeza, busco en el interior de su guerrera y contemplo los medallones que representaban a sus amadas, uno en cada palma. MarieJeanne debia de estar en misa, en la capilla de su castillo de Grignon; Virginie, a esa hora, dormia en el magnifico piso que el le habia comprado cerca del palacio real. ?Y que hacia el en aquella iglesia austriaca semiderruida? Era mariscal del Imperio, tenia cuarenta y tres anos. Hasta entonces las circunstancias le habian sido favorables. ?Tanto camino recorrido en tan poco tiempo! Muy joven, cuando pertenecia a la guardia de Luis XVI, habia intentado proteger a la familia real durante el motin del 10 de agosto. Nunca habia aprobado la vulgaridad de la Revolucion ni el avasallamiento de los sacerdotes. En cierta ocasion fue sospechoso y tuvo que ocultarse en el campo, en casa del duque de La Rochefoucauld, antes de integrarse en el ejercito de los Pirineos y luego el de Italia, en el entorno de aquel Bonaparte a cuyo golpe de Estado presto su ayuda y para quien invento un cuerpo de pretorianos que se convertiria en la Guardia Imperial… Dentro de una hora estaria a caballo. Los soldados le querian. Los enemigos tambien, como aquellos monjes de Zaragoza a los que habia protegido de sus propios regimientos. ?Habia nacido para mandar? Bessieres no lo sabia.
En el exterior, Espagne ya habia entrado en accion. Distribuia ordenes, activaba los preparativos, inspeccionaba los caballos y las armas. Observo que unos coraceros cavaban una tumba bajo los olmos, al final de la calle principal, y envio un capitan para que apresurase al maximo aquel entierro. El capitan SaintDidier fue a pie, sin darse demasiada prisa.