– ?Apuntad justo por encima de los trigales! -ordeno el mariscal.

Entonces tomo el botafuego de un artillero y, sin descabalgar, con una mirada feroz, dio sus instrucciones.

– Cuando encienda la carga del primer canon, esperad el tiempo que se tarda en aspirar y exhalar el aire y disparad el canon numero cuatro, luego el siete, el diez, el trece, a continua cion el dos, el cinco, el nueve, y asi sucesivamente. ?Quiero una linea de fuego! ?Esos perros estan a nuestro alcance!

Tras decir estas palabras, bajo el botafuego que sostenia en la mano y encendio la carga que disparo el proyectil con estrepito, seguido por el cuarto y los demas canones a intervalos iguales, mientras que los artilleros recargaban a toda prisa bajo una nube de humo.

Esta batalla aun no tenia nombre. Cada uno la imaginaba, la temia o pensaba en ella desde hacia una semana, pero acababa de dar comienzo realmente.

A las tres de la tarde, los habitantes de Viena oyeron retumbar los canones. Los mas curiosos se precipitaron en masa hacia todos los observatorios posibles para asistir al espectaculo. Subieron a los tejados, los campanarios, las antiguas almenas de las murallas, disputandose las mejores plazas, como en el teatro. Henri Beyle, acompanado por su medico aleman, Carino, quien habia cedido, autorizandole a tomar el aire, se habia instalado en la punta de un bastion desde donde se veian los meandros del Danubio y la amplia y verde planicie. Le habian llevado alli las hermanas Krauss y, por suerte, el irritante senor Staps no les habia seguido. Muy lejos, en la llanura de Marchfeld, los batallones en marcha parecian miniaturas inofensivas, y el humo de los canones bolas de algodon. Henri tenia la impresion de hallarse en un palco de proscenio, y se sentia turbado. Las llamas que surgian ahora de las casas incendiadas de Aspern no le regocijaban. Anna se arropo con el chal de Egipto como si hiciera frio, y temblaba ligeramente, con los labios apretados. Desde luego, preveia lo peor para Louis-Francois, en aquella contienda lejana, pero Henri, carente de celos, solo admiraba en ella la imagen del dolor impotente.

Un optico de la ciudad vieja alquilaba anteojos de largo alcance por un tiempo determinado, que el controlaba sin cesar consultando su reloj. Por medio del doctor Carino, Henri pidio uno, pero habian desvalijado al buen hombre y respondio que aquel senor gordo que estaba alli, a la izquierda, pronto habria terminado su tiempo de alquiler, que costaba diez florines, una miseria por una representacion de calidad que no volveria a verse tan pronto. Cuando Henri pudo disponer por fin del anteojo, lo dirigio hacia Aspern, donde un granero estaba envuelto en llamas. Ascendia una columna de humo negro, la casa vecina se abrasaba y el techo iba a venirse abajo, pero ?sobre quien caeria? Entonces dirigio el instrumento hacia el puente donde se afanaban los hombres diminutos como hormigas. Circulaba un rumor en el que Henri no creia: el emperador habia destrozado el gran puente flotante para impedir la retirada y obligar a sus soldados a vencer. Anna tendio la mano con una sonrisa triste. Henri le dio el anteojo y ella miro a su traves, inquieta, pero a tanta distancia que incluso con el instrumento no se distinguia mas que movimientos, nada preciso, y ni rostros ni siquiera siluetas conocidas. El optico protestaba. No tenian derecho a utilizar sus aparatos entre varios, y reclamaba otros diez florines. Cuando el doctor Carino hubo traducido sus recriminaciones a Henri, este acerco la cara a la del comerciante y bramo un «?No!» que le hizo retroceder. En aquel momento se oyo una voz femenina:

– ?Henri!

El solto un juramento entre dientes. Era Valentine. Llegaba a las murallas para mostrarse, con la compania teatral que se disponia a representar el Don Juan de Moliere a la moda vienesa. Todos vestian con mucha elegancia, las mujeres con tunicas de percal y los hombres con trajes ajustados, los calzones de pana metidos en las botas de vueltas amarillas. Tenian sus gemelos de teatro y comentaban la batalla que, para su gusto, estaba demasiado alejada, por lo que no podian sacarle provecho. Hablaban del Conde Waltron, una obra de gran aparato, con multitudes de comparsas debidamente vestidos y cargas de caballeria que rozaban a los espectadores.

– Di a tus amigos que pueden acercarse a las balas de canon -le dijo Henri a Valentine.

– ?Siempre tan amable! -replico ella, molesta.

– Alla abajo veran muertos autenticos, sangre de veras y, quien sabe, quiza tendran la suerte de recibir una viga calcinada en la cabeza.

– ?No tienes ninguna gracia, Henri!

– Es verdad, no tengo ninguna gracia porque me falta motivo para tenerla.

Regreso al extremo del bastion, donde Anna debia de estar inquieta, pero el doctor Carino le explico que se habia marchado con sus hermanas.

– Y hariais bien en imitarlas, mi pobre amigo. Si os vierais la cara… Teneis fiebre alta, y os aconsejo que volvais a la cama y os tomeis un caldo.

Asi pues, Henri se marcho sin despedirse de Valentine, cuyos amigos seguian perorando sobre la calidad de los incendios que surgian por el lado de Aspern. Les parecian menos realistas que la tormenta de La flauta magica que habian visto en el gran teatro al aire libre del celebre Schikaneder.

El canoneo de Massena habia causado estragos en las filas austriacas, pero tras un momento de peligroso desorden y un breve repliegue, su artilleria habia entrado en accion. Un granero de madera habia ardido, y luego, bajo el fuego permanente de doscientas piezas, los techos se habian hundido, los incendios brotaban por doquier en el pueblo y no habia ni tiempo ni medios para extinguirlos. Los primeros muertos habian ardido como antorchas, y en vano rodaron por la arena. Los tiradores cubrian a distancia la izquierda del pueblo, pero notaban el calor de los incendios y les caian encima pavesas que apagaban golpeandose las ropas. Un viento ligero lanzaba hacia ellos una humareda negra y espesa que irritaba la garganta. El soldado Rondelet escupio en el suelo y se quejo sin conviccion:

– Esto apenas ha empezado y ya estamos cocidos.

Paradis puso mala cara mientras manoseaba el acero de su fusil. Los hombres de la division Molitor no habian cambiado de posicion y, tras algunos intercambios de disparos que no habian alcanzado a nadie, se habian quedado ociosos y rompieron filas. El capitan habia vuelto a envainar el sable, pero saco un par de pistolas de los faldones de su uniforme. El brigada Roussillon, sin emocion alguna, hizo formar de nuevo a la compania:

– ?Bueno, muchachos, vamos a barrer el terreno! ?En abanico! Pasamos al ataque.

– ?Que es lo que atacamos? -se atrevio a preguntar Paradis.

– La infanteria austriaca se concentra en Aspern -explico el capitan-. Hay que atacarlos de costado.

El oficial, pensativo, amartillo sus pistolas y avanzo a grandes zancadas por la hierba. Tres mil hombres se desparramaron entonces por campos y pequenos valles, ascendiendo por la ribera del Danubio, con una apariencia de orden, ojo avizor, pero la crepitacion del incendio tan cercano, el estruendo de los canones, el crujido de los maderajes que se derrumbaban les impidio oir a un escuadron de husares austriacos con guerreras verdes que aparecio por su flanco al trote largo. Los husares se abalanzaron gritando, blandiendo el sable con el brazo extendido, el lomo curvo de la hoja hacia el cielo para hundirlo mejor y clavar a los soldados de infanteria en el suelo.

La tierra vibraba bajo aquel galope, y el sonido de una trompeta se mezclo con el griterio de los husares. Paradis y sus companeros, sorprendidos, dan media vuelta y encaran los fusiles ins tintivamente. Con ambos brazos paralelos al suelo, su capitan descarga al mismo tiempo las dos pistolas, las tira y se lleva la mano a la empunadura del sable. Entonces los tiradores disparan a la altura del cuello de los caballos, sin apuntar y sin orden. Entre la horda que avanza y se dispone a atropellarlos, Paradis ve un caballo que se encabrita. El jinete cae entre las patas de un caballo vecino, al que desequilibra. Un tercer austriaco ha recibido una bala en la frente, pero su montura, arrastrada por el movimiento, sigue adelante, con el jinete en la silla boca arriba. Es imposible recargar. Paradis fija la culata del fusil en un monticulo de tierra blanda y lo sujeta con ambas manos, bajando los hombros y la cabeza, como si sujetara una lanza, y nota en los hombros los de sus companeros para formar un rastrillo. Cierra los ojos. El choque se produce en seguida. Los caballos en cabeza se desgarran con las bayonetas erectas, pero las vuelcan, y Paradis, acurrucado en la hierba, con los brazos magullados, medio muerto, nota que un liquido calido y viscoso se le pega a los dedos. Piensa que seguramente esta herido, se alza apoyandose en las manos y contempla a su alrededor una mezcolanza de tiradores y husares. Sacude a su vecino, le da la vuelta: tiene los ojos en blanco. Detras, un caballo destripado cocea de dolor y golpea con los cascos; los intestinos le salen del vientre abierto y se dispersan por el suelo. Paradis se dice que en un campo de batalla uno no comprende realmente nada. ?Esta muerto? ?Es suya esa sangre? No, no le pertenece. ?Es la del caballo? ?La del vecino cuyo nombre ni siquiera conoce?

– ?Psss! Paradis ve a Rondelet, tendido bocabajo y guinandole un ojo.

– ?Te ocurre algo? le pregunta Paradis.

– Nada, pero no hay que repetirlo. Me hago el muerto por prudencia.

– ?Cuidado!

Un austriaco que ha caido del caballo se acerca renqueando. Ha oido el dialogo del falso moribundo y alza el sable. Puesto en guardia por su amigo, Rondelet rueda de costado sin pedir ninguna explicacion, y Paradis arroja un punado de tierra a los ojos del husar. Este ultimo, cegado, da un traspie y se arriesga a hacer una serie de peligrosos molinetes hasta que el brigada Roussillon, que ha recogido una bayoneta, se la clava en la espalda y empuja con fuerza.

– ?Tanto si estais heridos como si no, en pie! -ordena el brigada-. Van a volver.

– ?Asi pues, se han ido? -pregunta Rondelet, suspirando, y el brigada le aferra un brazo y lo levanta.

– ?Ni siquiera has recibido un golpe de herradura en la mejilla! ?Y tu?

– Esto es sangre, por cierto -responde Paradis-, pero no se de quien es.

– ?Vamos a reagruparnos detras del camino encajonado, y a toda prisa!

Los hombres que se han salvado por milagro se levantan, aturdidos, y caminan torpemente.

– Y recoged las cartucheras -grune el brigada Rousillon-. No hay que desperdiciar los cartuchos.