Al acercarse a Mani para servirle, la chiquilla solo pudo ver una mezcla de colores; azul cielo a modo de fondo y zonas imprecisas, terrosas o sanguinas. Permanecio tras el, mirando. Y lentamente, entre la marana de lineas y de luces, creyo distinguir un rostro. Los dedos de Mani revoloteaban a su alrededor y, a cada pasada, afirmaban sus rasgos. Aparecio un personaje, como un viajero que emergiera de una bruma de otono, sus cejas, su nariz, sus labios parecian atravesar la pared para volver a tomar asiento en el banquete de los vivos.
Subyugada, Cloe se acerco mas al adolescente, que se interrumpio y retrocedio un paso para admirar a su personaje. Estaba empapado en sudor. Con un gesto ingenuo, la hija del griego levanto el borde de su blusa para secar gota a gota aquel sudor condensado en las sienes, en el contorno de los ojos y en el debil bozo donde tambien brillaban algunas gotitas como el rocio que la hierba retiene. A Mani le gustaba el agradable olor de Cloe, ese picaro perfume de fruta, pero en aquel instante ya no lo olia, sino que lo respiraba, llenaba el aire a su alrededor, le envolvia, le invadia. Cada vez que la blusa de la nina le rozaba la cara, sentia que sus gestos se entorpecian, que su respiracion se hacia mas debil, que los ojos se le estrechaban. Pronto solo vio su pincel, ese trozo de cana que, como un estupido, sostenia levantado a la altura de sus labios. Su mirada se clavo en el, como si todo lo demas hubiera dejado de existir subitamente. Ya no sentia sus miembros ni su cuerpo entero, solo reconocia aquella mano que sostenia el pincel, que lo apretaba, que se aferraba a el desesperadamente. Y cuando la hija del griego se aparto para que el muchacho pudiera reanudar su obra, le vio inmovil, con el pincel en suspenso, como si se dispusiera a dar un ultimo toque de color.
Entonces, Cloe hizo senas a su padre para que se acercara sin hacer ruido, pero al entrar en la habitacion, Carias dio rienda suelta a su alegria:
– ?Era asi! ?En tiempos de mis antepasados, esa esquina de la pared debia de ser exactamente asi!
Evidentemente, para el no podia haber mejor elogio. La figura reanimada por los pinceles parecia declarar en favor de la epoca gloriosa que el solia evocar.
– ?Quien es ese personaje?
– Juan Bautista -dijo Mani como si descifrara el nombre en la pared.
– Nada de eso -se burlo el griego-. En esta sala no ha habido jamas un Bautista. Seria mas bien la diosa Demeter, Madre de los Cereales, o Artemis Cazadora, o quiza Dioniso, a los que estaban consagrados todos nuestros banquetes. O incluso…
Se acerco a la imagen que habia reaparecido.
– Tambien podria ser el dios Mitra, ya que el pintor que vino de Dura-Europos estaba al tanto de todos sus misterios. Ahora estoy seguro, es el quien esta representado aqui. ?Mira, aun se ve la marca de los rayos de sol dibujados alrededor de su rostro!
– Mitra -murmuro Mani, lleno de terror.
Y tirando su pincel salio corriendo de la sala sin un gesto de despedida.
– ?Maldito! ?Maldito! ?Maldito! -no cesaba de repetir.
?No le habian ensenado desde la infancia a huir de los griegos? ?No le habian prohibido comer su pan y entrar en sus casas? ?Que locura de orgullo le habia inducido a arrogarse el derecho de hacer caso omiso de esas prohibiciones? Y ahora estaba pintando idolos. Impio, infiel, maldito.
?Donde habria podido refugiarse, sino en su peninsula que ni siquiera Maleo conocia? Habria deseado encerrarse alli, olvidarse de todo, sepultarse, y que nadie jamas encontrara su cuerpo. Sin tomar aliento, se inclino sobre el agua para calmar sus ojos.
Ahora se encontraba tendido, con los codos apoyados en el lecho del canal y la cara pegada a la superficie del agua. Sus amplias mangas flotaban como velas naufragas. Permanecio alli un largo rato, entumecido, quiza adormilado. Cuando miro de nuevo, vio su imagen reflejada, al principio borrosa, pero cada vez mas nitida a medida que la superficie del agua se aquietaba. Jamas habia visto su rostro tan de cerca. Una gota de agua estaba suspendida de sus labios entreabiertos.
Dijo una vez mas «?maldito!». Pero sus labios en el agua permanecieron inmoviles.
Aunque queria crisparlos con una mueca desolada, los labios en el agua no se crispaban. Sonreian. Y, lentamente, sus labios los imitaban. No era ya el agua la que reflejaba su imagen, era su rostro el que imitaba a ese otro ser que era el mismo y que veia en el agua.
Y, subitamente, unas palabras fluyeron de sus labios, unas palabras que no eran suyas, pero que, sin embargo, pronunciaba con su voz:
– ?Salve, Mani, hijo de Pattig!
Le temblaba la mandibula y sintio dolor. Hubiera querido responder, hacer preguntas, pero sus palabras, sus propias palabras se le quedaban en la garganta, mientras las palabras del otro salian de su boca dominada:
– Salve, Mani, de mi parte y de parte de Aquel que me ha enviado.
Es el propio Mani quien cuenta esta escena sucedida al borde del agua. Para el, como para aquellos a los que un dia llamaran maniqueos, senala el comienzo de su Revelacion. Asi nacen las creencias, diran algunos: un deslizamiento de lo imaginario en el viraje de la pubertad, un encuentro con la mujer, la mujer prohibida; y el deseo se desborda…
Sin duda. Mani necesitaba contemplarse en ese espejo de nino para pegar los pedazos de su memoria rota; sospechaba la verdad sobre su nacimiento, sobre su llegada al palmeral, y habia ido recogiendo fragmentos, pero no se atrevia a colocarlos uno detras de otro; fue necesario que aquella voz le llamara «hijo de Pattig», fue necesario que oyera de la boca de la «aparicion» el nombre de Mariam.
«A los doce anos, supe al fin que mujer me habia concebido y alumbrado, como fui engendrado en aquel cuerpo de carne y de quien provenia la simiente de amor que me habia hecho nacer.»
Estas son las propias palabras de Mani; transcritas unos anos mas tarde por sus discipulos.
Aunque era hijo de su siglo, posaba sobre esas cosas una mirada candida y ferviente. A la imagen que vio o creyo ver, a aquel resplandor anclado en la superficie del agua, lo llama en sus libros «mi Gemelo», «mi Doble», y habla de el como de un verdadero companero. Un companero de infortunio para el adolescente rebelde y, sobre todo, un valioso aliado contra los Tunicas Blancas, sus dogmas y sus prohibiciones.
Por eso, el dia de aquel primer encuentro, cuando, aterrado a pesar de todo por la aparicion, quiso arrepentirse de haber pintado en la pared el rostro del dios Mitra, oyo de la boca del «Gemelo» la respuesta que esperaba:
«Pinta lo que quieras, Mani. Aquel que me envia no conoce rival, toda belleza refleja Su belleza».
Cuatro
?Podia, pues, el nino pintar sin terror, aunque fuera la imagen de un idolo? Su «Gemelo» le dijo muchas otras cosas que ansiaba oir: que las creencias de los Tunicas Blancas no eran las suyas, que jamas habia pertenecido a su religion, que la pureza de aquellos hombres no era mas que vanidad y perversidad. Y que un dia, cuando estuviera maduro para afrontar el mundo, abandonaria el palmeral.
Mani se prometio no hablar a nadie de todo esto, pero emanaba de el tal alegria, que se diria que su alma, en lugar de estar escindida, partida o desdoblada, acabara, por el contrario, de unirse estrechamente a si misma despues de una larga alienacion. Habia abandonado la casa de Carias como si huyera de un tugurio en llamas, pero dias mas tarde vuelve, se instala de nuevo ante la pared, recoge el pincel que tiro y, con algunos trazos ardientes, reaviva los rayos que adornaban la cabeza de Mitra. Habia estado evitando a Maleo sin un gesto de consideracion, pero ahora se vuelve de nuevo hacia el, mas atento, mas asiduo tambien en la amistad.
El tirio veia que su amigo habia cambiado, que era diferente, pero ?en que era diferente?
Cuando los dos adolescentes se arrodillaban uno al lado del otro en la Santa Casa, lugar del culto, Mani no cantaba. Movia los labios, la barbilla, las cejas, para aparentar que cantaba, pero de su boca no salia ningun sonido. Y un dia que estaban bregando juntos en el huerto de la comunidad, Maleo se dio cuenta de que Mani tampoco trabajaba. Levantaba la laya con esfuerzo, la bajaba lentamente, tan lentamente que cuando tocaba el suelo apenas lo aranaba, y luego, de cuando en cuando, mostrandose tan cansado como si hubiera labrado de verdad, se detenia, apoyaba delicadamente su herramienta contra el tronco liso de un granado y resoplaba.
Ese dia, Maleo no pudo por menos de preguntarle lo que estaba haciendo. Entonces Mani recogio una rama cortada, ya marchita pero aun verde, que hizo girar y restallar como un latigo.
– ?Escucha este silbido! Es el aire que gime porque lo he ofendido. Si supieras escucharlo, le oirias decir: hazte mas ligero sobre esta tierra, anda sin apoyar, evita los gestos bruscos, no mates a los arboles ni a las flores. Haz como si labraras la tierra, pero no la hieras, conformate con acariciarla. Y cuando los demas se desganiten, mueve los labios y no grites.
Evocando sus anos de juventud en el palmeral de los Tunicas Blancas, Mani diria mas tarde:
«En medio de aquellos hombres camine con sabiduria y astucia, observando el descanso, no cometiendo injusticia, no infligiendo ninguna clase de sufrimiento, no manteniendo ninguna conversacion a su manera y sin seguir su ley».
Hacia falta mucha astucia para vivir dia tras dia en el seno de aquella comunidad sin conformarse jamas con sus practicas, pero sin que pareciera tampoco que se las contradecia. Y es que el adolescente debia guardar oculta su verdad, aprender, meditar, madurar durante largos anos, hasta que estuviera preparado para afrontar el mundo. Mientras tanto, debia vivir fingiendo, aparentando, disimulando. Por otra parte, se aplicaba a ello con tenacidad y cuando a veces perdia el valor o la constancia se repetia: «Imitando los gestos del mundo es como se aprende su futilidad».
Sin embargo, subsistia un terreno donde Mani se guardaba bien de fingir. Entre todos los edificios del palmeral, solo existia uno, la biblioteca, cuya puerta cruzaba sin hastio; pero por desgracia, en aquel mismo edificio, Sittai habia fijado su domicilio. Solo ocupaba una celda muy modesta, pero aun asi estaba alli, muy cerca de los libros y de los lectores. Mientras Mani se limitaba a consultar las obras que el «padre» aprobaba, no se le molestaba, pero en cuanto se arriesgaba a hojear cualquier otro manuscrito, podia tener la seguridad de que unos minutos mas tarde veria acercarse a Sittai o a un «hermano» a sus ordenes, profiriendo amenazas y maldiciones.