Ahora bien, en aquella biblioteca, en verdad muy rica y que nadie hubiera esperado encontrar en un rincon perdido del valle del Tigris, raras eran las obras a las que tenian acceso los adeptos, sobre todo los mas jovenes. Bastaba con que el autor fuera pagano para que, simplemente, sus escritos se juzgaran impios. Solo escapaban a los interdictos algunos tratados antiguos sobre medicina, plantas, astros y viajes. Si el autor era judio, habia que verificar que no habia ofrecido animales en sacrificio sobre un altar, a semejanza de Abraham, y que no habia aprobado notoriamente semejantes practicas; lo que explica que la Biblia, tal como se leia en el palmeral, tuviera censurada una parte importante de sus textos. Finalmente, si el autor era cristiano existian, de entrada, con respecto a el fuertes presunciones de herejia; por eso, de la veintena de Evangelios, cuyas copias poseia la biblioteca, solo dos o tres estaban admitidos y el resto apenas estaba mejor considerado que las epistolas de Pablo de Tarso, al cual la gente de la secta jamas le habia aplicado el epiteto de «santo», pero si los de impio, traidor y principe de los herejes, puesto que, segun la formula de Sittai, «habia tergiversado la doctrina de Jesus para hacerla del agrado de los griegos».
Mani leia y releia los escasos libros que no le estaban prohibidos, antes de aprenderse de memoria largos pasajes que le habian gustado, o que le habian impresionado o intrigado. A veces, al recorrer con una mirada perezosa un texto que ya se sabia palabra por palabra, se sorprendia viendo en imagenes la escena evocada. Entonces se apoderaba de el el deseo de pintar. Aquello comenzaba siempre con un largo dialogo entre el y la pagina; luego, esta se cubria, alrededor de la escritura aramea, de una escena con abundantes personajes, flores y animales miticos. No obstante, en ningun momento tenia la impresion de acompanar un texto, de ilustrarlo o iluminarlo, aunque este ultimo termino le habria complacido sobremanera; por el contrario, estaba persuadido de que si se leian atentamente sus imagenes, se comprenderia su substancia sin recurrir a las palabras.
El arte de Mani se desarrollaba asi en los margenes de los libros, sin premeditacion, pero con la habil pasion de la madurez precoz. Primero trazaba con la tinta de los copistas los debiles contornos de los seres y de las cosas y luego los llenaba de luces. Minutos de felicidad, robados dia tras dia a la vigilancia de los «hermanos».
Pero el asunto tenia que descubrirse. La primera vez que un Tunica Blanca vio a Mani «ensuciar» las paginas de un libro santo, corrio a advertir a Sittai del sacrilegio que se estaba perpetrando. El muchacho no quiso suplicar ni huir. Embriagado por el instante de creacion, no cedio al miedo, ni siquiera a la prudencia que se habia impuesto. Y cuando el maestro se encontro ante el, se arriesgo a una confesion insolente:
– Aun no he terminado mi dibujo.
Apoderandose del libro, un ejemplar del Evangelio de Tomas, Sittai clavo su mirada en el frontispicio, en el que una pintura representaba a Jesus entre sus apostoles. Ninguno de los personajes estaba figurado con su cuerpo, no eran mas que trece rostros, el del Nazareno en el medio, con un disco solar detras de la cabeza a la manera de las divinidades de Palmira. Muy cerca de el, se encontraba Tomas, su gemelo segun la fe de la secta; y en torno a ellos, las otras caras, gravitando como planetas en un cielo azul y negro. Sittai contuvo la respiracion. Tras el, los adeptos esperaban su veredicto en silencio.
Pero el veredicto tardaba en llegar. El maestro coloco el libro sobre una mesa, la mas proxima a la ventana y, a la luz del dia, lo contemplo de nuevo. Esa figura que el miraba, le miraba tambien a el, existia mas alla de la hoja, y llego al convencimiento de que no habia podido nacer de la imaginacion del adolescente. Se puso livido y su mirada se hizo mas sombria como si el miedo se hubiera apoderado de el.
Mientras el hombre permanecia postrado, Mani recorria con la mirada las paredes, contra las cuales se amontonaban pergaminos, rollos de papiros y libros de hojas de palma atados con cuerdecillas gastadas. El muchacho reconocia cada obra por su encuademacion y sus labios comenzaron a murmurar, por juego, el nombre de los autores: Tolomeo, Arriano, Marcion, Bardesanes… Habria podido estar asi horas sin cansarse, repasando de memoria lo que habia retenido de cada uno de ellos y, a veces tambien, lo que habia estado tentado de dibujar. Una sonrisa ilumino su rostro de nino maravillado. A su alrededor, todo habia dejado de existir… hasta que esa fragil serenidad se rompiera al oir la primera palabra.
– ?Quien te ha inspirado esta pintura, Dios o Satan? -dijo Sittai.
Sus ojos y su voz traicionaban su turbacion y, al instante, se volvio y salio para senalar que no esperaba ninguna respuesta de la boca de Mani.
Los dias siguientes, el maestro de la secta se mostro igualmente sombrio, como si meditara alguna accion ejemplar que se grabara para siempre en la blanda memoria del adolescente. Tambien los «hermanos», a excepcion de Maleo, tenian buen cuidado de no dirigir jamas la palabra al culpable, temerosos de que la colera de Sittai los alcanzara, y por el santo terror que les inspiraba a todos el pecado aun impune.
Los dias pasaban y la atmosfera del palmeral se hizo abrasadora sin que el sol del verano de Mesopotamia tuviera nada que ver con ello. Esta vez, la proximidad del Tigris no la atenuaba. El maestro sentia su poder amenazado. «?No fui yo -se decia- el que, obedeciendo a un subito impulso, decidio un dia acudir a Ctesifonte, al templo del idolo Nabu, para pescar al borde del estanque a un extrano principe parto que buscaba la verdad? ?No fui yo, Sittai, el que insistio para que ese nino viniera a la Comunidad? Y cuando Pattig flaqueo, ?no fui yo en persona quien se desplazo para traer al nino? ?No he sido en todo esto el instrumento de una Voluntad Suprema? ?Y no me he convertido, de alguna manera, en el padrino de Mani, su padre en la Comunidad?
»Y sin embargo, este muchacho que creo designado por la Providencia es el mismo que viola nuestra ley, ?el mismo que con sus dedos sucios se atreve a reproducir los rasgos de la Santa Faz! ?Con que lenguaje debo hablarle? ?Que actitud debo adoptar? Y sobre todo, ?como impedirle que propague la irreverencia y la confusion en este palmeral?»
Pero la confusion estaba ya sembrada entre los «hermanos». Algunos de ellos, ciertamente poco numerosos, se interrogaban: «?No es a los doce anos, al salir de la infancia, cuando se revelan los Elegidos y su sabiduria resplandece ante los ojos de sus mayores? ?Como Jesus ante los doctores de la ley en el templo de Jerusalen, asi tambien Mani!». Esta comparacion irritaba a la mayoria de los Tunicas Blancas, que reprochaban ahora a Sittai su falta de firmeza frente al impio. Desde que la secta habia sido fundada, cuarenta anos atras, era la primera vez que el guia era objeto de una controversia. «Si Mani fuera ese ser santo designado por la Providencia -decian sus adversarios-, habria podido elegir por companero, entre tantos adeptos virtuosos, a cualquier otro que no fuera ese depravado de Maleo, que infringe a diario nuestras reglas de vida y que hace alarde de su desprecio por nuestra Comunidad.»
Ciertamente, el joven tirio no podia ser considerado un modelo de piedad. Iba a cumplir quince anos, la edad reconocida como la de la madurez, y no ocultaba ya su deseo de abandonar el palmeral, como tampoco se privaba de hablar a todos de Ctesifonte, de su futuro negocio, de su palacio y de sus caravanas. Por otra parte, Sittai y los demas Tunicas Blancas habian renunciado a impedir sus fugas, conscientes de que ya no pertenecia a su ley.
Cual no seria, pues, la sorpresa de Maleo cuando una noche, a su regreso del pueblo, tres «hermanos» de los mas vigorosos saltaron sobre el, le inmovilizaron contra el suelo y luego le arrastraron hasta el atrio de la Santa Casa, donde le ataron a la palmera de los penitentes y, sin ninguna explicacion, se dispusieron a darle una buena paliza.
Cuando Mani acudio corriendo, los tres latigos de bejuco trenzado se abatian sobre la espalda y las piernas de su amigo con una implacable regularidad, acompanados de las acostumbradas exhortaciones: «?Confiesa tus faltas!», «?Confiesa!», «?Arrepientete!». Los alaridos del tirio se hacian cada vez mas prolongados, mas dolientes.
A un gesto de Sittai, la mano de los verdugos se hizo aun mas dura y el adolescente aullo, de pronto, con un sobresalto de rabia:
– No soy aqui el unico que se fuga, ?por que se me castiga a mi?
Una sonrisa ilumino el rostro de Sittai. Por fin llegaba la denuncia a la que aspiraba. Por eso, como si solo esperara esas palabras, se acerco al torturado para que los verdugos suspendieran al instante sus golpes.
– ?Quien estaba contigo?
Recobrando el sentido, Maleo se retracto.
– ?Nadie! ?Estaba solo!
– Ya se que esta noche te has ido solo, pero los otros dias ?cual de estos hermanos te ha acompanado?
– ?Ninguno!
Solo se oia el jadeo del adolescente torturado cuando Sittai, volviendose con solemnidad hacia Mani, dijo con voz triunfante:
– Se que eres tu, Mani, quien le acompana en sus escapadas, y la mayoria de los hermanos tambien lo saben. Pero hubiera querido oirlo de tu boca.
Sittai casi gritaba y luego hizo una sena a los verdugos para que reanudaran su tarea. Mani se apresuro a responder:
– Si una palabra de mi boca puede evitar a Maleo este suplicio, la dire.
– Pues bien, dila, pronunciala -aullo Sittai.
– Es verdad, he acompanado a Maleo en algunos paseos.
– ?Adonde ibais?
Ya no era una valiente confesion lo que Sittai reclamaba, sino una denuncia.
– Ibamos al pueblo -confeso Mani.
– Eso lo sospechabamos, pero ?a casa de quien ibais?
– A casa de diferentes personas.
– ?A casa de los griegos?
– Algunas veces.
– Una sola vez es ya demasiado. ?Os habeis hundido en la impureza y en la impiedad!
Un clamor de aprobacion acompanaba ahora cada frase de Sittai, que prosiguio con una voz cada vez mas irritada, mas acusadora:
– Y cuando ibais a casa de los griegos ?no comiais jamas su pan?
Mani tiene ya en la mente su respuesta, da un paso con la cabeza levantada y se dispone a decir con orgullosa voz: «Si, he comido pan griego como lo hicieron antes que yo los apostoles de Jesus. Cuando El los envio a predicar a las naciones, no llevaron consigo ni muela ni tortera. Solo tenian, por todo equipaje, las ropas que llevaban puestas». Apenas dijera estas palabras, Sittai enrojeceria y los Tunicas Blancas clamarian en su favor. Pero en el momento de hablar, cuando ya se habia adelantado con paso desafiante, se le nubla la mente, los miembros se le aflojan, ya no manda en sus labios ni en sus manos y se queda alli, desconcertado, lastimoso, sollozando.