Dos

Sin duda, Mani debio de resistirse el dia en que los Tunicas Blancas fueron a recogerle. Sin duda hasta gritaria, cuando le sumergieron tres veces en el agua del canal y le arrancaron la ropa, pero a pesar de su tierna edad, tuvo que conformarse con su ley, llevar la tunica blanca, comer su comida, esbozar sus gestos e imitar sus rezos. Muy pronto, el nino no supo ya quien era, ni por que milagro habia ido a parar en medio de aquellos extranos.

No volveria a ver a su madre y, durante anos, ni siquiera oiria hablar de ella. ?Y se puede decir que vivio con su padre? Se trataban, como lo hacian todos los «hermanos» del palmeral, pero Mani no era hijo de nadie, era hijo de la comunidad. Solo podia llamar «padre» a Sittai, solo a el debia obedecer, igual que Pattig le llamaba «padre» y le obedecia.

Obedecer, someterse, arrodillarse… el nino no podia hacer otra cosa. Sin embargo, desde el primer instante de su secuestro, algo en el siguio siendo rebelde. Como un jiron de alma refractario.

En el anodino paisaje de los devotos, ?que otra guarida puede haber si no es la soledad? Mani aprendio pronto a conquistarla, a cultivarla, a defenderla contra todos. Se busco un espacio de descanso separado de la comunidad, un reino de nino que ningun pie de hombre pisaba, al que acudia en cuanto le era posible. Era un lugar donde el canal del Tigris serpenteaba por en medio de una hilera de palmeras, algunas de las cuales crecian rectas, muy juntas, formando una apretada media luna, y otras se inclinaban sobre el agua como para beber. Habia que atreverse a saltarlas y, entonces, se encontraba uno en una peninsula de aromas y de sombra, pero de una sombra que no ahuyenta la luz, sino que, por el contrario, la aspira, la filtra y la destila, para prodigarla a aquellos que saben recibirla. Alli, Mani se sentaba o se tendia, lloraba, exultaba o sonaba. Y a menudo hablaba solo, a voz en grito, sin miedo de descubrirse.

Pero esos momentos eran escasos, ya que en el palmeral jamas habia tiempo libre. Se vivia siempre entre dos ritos, entre dos trabajos. Constantemente, Mani tenia que alejarse con pena de su refugio para ir a mezclarse sin placer con la multitud informe de los Tunicas Blancas. De todos aquellos hombres que se llamaban «hermanos», ninguno habia sabido ser un amigo. A los ojos asustados del nino, habian seguido siendo, durante ocho anos, diferentes carceleros que se vestian sin alegria y hablaban con brusquedad; y si Mani imitaba devotamente sus ritos hasta tal punto que parecia identico a ellos, era porque habia probado los castigos que Sittai infligia a la menor falta, tanto a los mayores como a los pequenos: ayunos obligatorios, flagelacion, acarreo de agua en barricas desbordantes o interminables letanias de arrepentimiento.

A veces, la penitencia era menos comun, lo cual significaba una ocasion para sonreir o reir a carcajadas, una ocasion muy apreciada por los «hermanos», como cuando el viejo Simeon, culpable de haber proferido reniegos obscenos, fue condenado a trepar a una palmera y quedarse agarrado a ella, a la espera de que Sittai le autorizara a bajar.

Pero la victima mas asidua de ese humor provocado por las penitencias seguia siendo Maleo, un tirio, el mas barrigon de los «hermanos» y el mas joven, exceptuando a Mani. Era incluso mas nuevo en la comunidad que este ultimo. Su padre, un mercader de apariencia prospera, habia llegado inopinadamente al palmeral tres anos antes, sin que, a decir verdad, se supieran los verdaderos motivos de tan repentina fe. Se rumoreo entonces que acababa de sufrir reveses de fortuna, que habia perdido familia y bienes y que, acosado por los acreedores, habia buscado refugio en aquel lugar para ocultar sus desgracias y conseguir que le olvidaran. Al cabo de algunos meses, murio ahogado; sin duda, habia perdido el deseo de vivir. De este modo, Maleo se convirtio, como Mani, en hijo de nadie.

Con la diferencia, sin embargo, de que Mani habia abandonado Mardino demasiado joven, de que habian transcurrido demasiados anos desde su infantil plenitud, vivida entre Mariam y Utakim, dias felices que reposaban enterrados en un rincon confuso de su memoria. Sus mas bellas reminiscencias de olores y de sabores permanecian modeladas en la amargura, en la insuperable amargura del nino desvalido, desamparado, abandonado, o al menos, mal protegido por el ser mas querido. Desde entonces, solo estaba presente en el esa adversidad cotidiana que le envolvia, esa muralla opaca que se erguia del palmeral al cielo, mas alla de la cual nada osaba existir. Mientras que Maleo habia vivido en el vasto mundo una verdadera infancia, cuyas costumbres conservaba y de la que sentia nostalgia.

Para convencerse de ello, bastaba con oirle reir. Entre los Tunicas Blancas, la risa comenzaba con un carraspeo, culminaba con una risa burlona e hiposa y se terminaba con una formula de mortificacion. La risa de Maleo venia de otra parte. Se expansionaba, retumbaba y se pavoneaba; si nadie le hacia eco, se aumentaba de su propio soplo y cuando se la creia reprimida, estallaba en carcajadas, sobre todo en los momentos de intenso recogimiento colectivo. Esos descarrios le valian al joven tirio unos castigos apenas mas ligeros que los que sufria al regreso de sus fugas; sin embargo, solo eran ausencias de algunas horas, pero Sittai acusaba al adolescente de aprovecharlas para atracarse de toda clase de manjares prohibidos. Sin duda, no estaba en un error, ya que viendo al barrigon y mofletudo Maleo entre todos esos rostros invariablemente demacrados, quedaba claro que se resignaba mal a la frugalidad ambiente.

Ocurrio aquel dia, a la hora de la segunda comida, la del crepusculo, en la que, como de costumbre, todos los «hermanos» estaban reunidos en el refectorio, repartidos en tres largas mesas paralelas; Sittai presidia la de en medio, los mas ancianos le rodeaban y Maleo se sentaba al otro extremo de la misma mesa, muy cerca de la puerta. Para comenzar, se pusieron a rezar. Pensar que se trataba de mascullar una oracion para salir del paso seria desconocer las costumbres del palmeral. Despues de haber recitado la habitual accion de gracias, Sittai se lanzo a una monotona homilia. Todos los «hermanos» estaban de pie, con la cabeza inclinada, esperando que terminara para saltar sobre la comida. Pero su maestro no tenia prisa. El hambre es una enemiga -explicaba-; antes que satisfacerla, el hombre virtuoso debe dominarla, como deberia poder dominar todos los deseos de la carne. Era su tema preferido a la hora del apetito: el cuerpo -decia-, es una muia, su jinete es el espiritu, a veces no hay mas remedio que pararse para alimentar al animal, pero no es el quien debe elegir el camino ni las etapas; verguenza y desdicha para el jinete que se doblega a su montura.

Las mesas de los Tunicas Blancas estaban sobriamente abastecidas: aceitunas, pepinos, almendras, nabos, algunas frutas, pan y agua. Sin embargo, sesenta pares de ojos miraban de reojo estos modestos alimentos. Una dura jornada en los campos habia seguido a la ultima comida, que se tomaba justo despues de la oracion del alba. Con todo, habia que tener paciencia, meditar y mortificarse, puesto que al hambre se anadia la verguenza de tener hambre y, por anticipado, los remordimientos por cada bocado de placer.

Maleo, sin poder aguantar mas, adelanto una mano temblorosa hacia la cesta mas cercana, no sin haber verificado antes que a su alrededor todas las cabezas estaban inclinadas y todos los parpados cerrados. Cogio un datil amarillo, tierno y jugoso, que se apresuro a engullir antes de recomponer el mas piadoso semblante.

Espero algunos instantes antes de comenzar a comerselo, lentamente y sin ruido, con el cuello tan inclinado que la mandibula le chocaba contra el pecho al masticar. Al hundirse lentamente en el fruto, sus dientes liberaban un jugo azucarado que el recogia con la lengua, paseaba por la boca y dejaba despues que se deslizara por su garganta con una culpable delectacion.

Y aun seguia deleitandose cuando el «padre» acabo por fin su discurso y los «hermanos», con una prisa mal contenida, tomaron asiento como un solo hombre en los altos bancos. Mareado por el alboroto que le rodeaba, Maleo comenzo a masticar sin disimulo, pero cuando se estaba sentando, un instante despues que los demas, unos ojos acusadores le miraron fijamente: los de Gara, el propio sobrino de Sittai, que estaba frente a el. Maleo le dirigio una sonrisa de angel, pero el hombre, obedeciendo solo a su deber, se inclino hacia su vecino y le cuchicheo al oido una acusacion; el otro, despues de haber lanzado al muchacho la misma mirada indignada, susurro la noticia a su otro vecino, provocando asi una verdadera cadena de delacion que, de un extremo a otro de la mesa, propalo el relato del crimen.

Cuando le llego el turno a Pattig, escucho gravemente la denuncia y, frunciendo el entrecejo, reprobo el imperdonable pecadillo del adolescente, pero en el momento de inclinarse hacia el oido de su vecino, parecio dudar. El, que habia sido educado en las costumbres de la nobleza parta, ?como podria practicar la delacion? Sin embargo, precisamente porque Sittai le habia reprochado tanto su ascendencia, sus arrebatos de orgullo, su desprecio hacia ciertas tareas, ahora se imponia evitar toda actitud que le distinguiera del comun de los adeptos. Asi era el espiritu de la Comunidad, para el que toda compasion, toda tolerancia y toda indulgencia eran sospechosas y cualquier gesto magnanimo parecia mancillado por el orgullo.

?Incorregible Pattig, siempre dispuesto a seguir los peores caminos por las mejores razones del mundo! Delante de Sittai, temblaba mas que cualquier otro «hermano», se arrodillaba, se golpeaba el pecho y se humillaba, cuando hubiera bastado abandonar aquel palmeral llevando a su hijo de la mano para acceder a una vida risuena. Pero ni se le ocurria. En ocho anos, ni siquiera se habia atrevido a revelar a Mani el lazo de sangre que los unia, contentandose con dedicarle, de lejos, sonrisas enigmaticas que irritaban al muchacho y le hacian desconfiar. Sin embargo, Pattig no era un cobarde, o al menos, su cobardia era muy singular: estaba dispuesto a arriesgar su vida, pero no su alma. Y era esa piadosa flaqueza el origen de todas sus mezquindades.

Cuando el grave asunto del datil que se habia comido Maleo llego a conocimiento de Sittai, este ultimo se levanto, sombrio, ceremonioso, ofendido.

– ?Quien de entre nosotros querria comer al lado de la podredumbre? ?No hemos venido a este lugar bendito para sustraernos a la impureza del mundo? Pero todos nuestros esfuerzos se habran perdido, todos nuestros sacrificios seran inutiles si uno solo de nosotros cede a la vil tentacion, si la impureza del mundo llega a su cuerpo y a su alma, ya que todos quedaremos mancillados.