Sabia ahora que el hombre es semejante a esos heridos en el transcurso de un tumulto que permanecen de pie mientras les sostiene la multitud y caen a tierra en cuanto esta se dispersa. La multitud de sus hermanos, que le habia mantenido en lo humano sin que se hubiera percatado de ello, se habia apartado bruscamente de el, y ahora sentia que ya no tenia fuerzas para seguir manteniendose sobre sus piernas. Comia, con la nariz en tierra, cosas innombrables. Hacia sus necesidades y rara vez dejaba de revolcarse en el calor tibio de sus propias deyecciones. Se desplazaba cada vez menos y sus breves incursiones le conducian siempre a aquella pocilga. Alli perdia su cuerpo y se liberaba de su malestar en la envoltura humeda y calida del cenagal, mientras que las emanaciones emponzonadas de las corrompidas aguas le oscurecian el espiritu. Solo sus ojos, su nariz y su boca afloraban de aquella alfombra flotante de zadorijas y huevos de galapago. Liberado de todas sus ataduras terrestres, se mantenia en una embrutecida ensonacion con migajas de recuerdos que ascendian del pasado y danzaban en el cielo en las lacerias formadas por las inmoviles hojas. Redescubria las dulces horas que habia vivido de nino, acurrucado en el fondo del sombrio almacen de lanas y telas de algodon de su padre. Las piezas de tejido amontonadas formaban en torno suyo como una fortaleza acogedora que absorbia indistintamente los ruidos, los choques y las corrientes de aire. En aquella atmosfera confinada flotaba un olor inmutable de grasa, polvo y barniz al que se anadia el benjui que el padre Crusoe usaba en todas las estaciones para combatir a un catarro inextinguible. Robinson pensaba que a aquel hombrecillo timido y friolero, siempre encaramado en su elevado pupitre mientras inclinaba sus quevedos sobre un libro de cuentas, no le debia mas que sus cabellos rojos; lo demas lo habia heredado de su madre, que era toda una mujer. El cenagal, al descubrirle sus propias dificultades para replegarse sobre si mismo y para dimitir frente al mundo exterior, le enseno que el -mucho mas de lo que antes habia creido- era el hijo del insignificante panero de York.
En sus largas horas de meditacion brumosa iba desarrollando una filosofia que habria podido ser la de aquel hombre eclipsado. Solo el pasado tenia una existencia y un valor considerables. El presente no valia mas que como fuente de recuerdos, fabrica de pasado. Venia al fin la muerte: ella misma no era mas que el momento esperado para gozar de aquella mina de oro acumulada. La eternidad nos era concedida para volver a considerar nuestra vida en toda su profundidad, mas atentamente, mas inteligentemente, mas sensualmente de lo que puede hacerse en el bamboleo del presente
Estaba a punto de pastar un manojo de berros junto a un reguero, cuando de pronto escucho una musica. Irreal, pero clara; era una sinfonia celeste, un coro de voces cristalinas acompanado por acordes de arpa y viola de gamba. Robinson penso que se trataba de una musica celestial y que, por tanto, el no iba a vivir ya durante mucho tiempo si no era que ya estaba muerto. Pero al levantar la cabeza vio despuntar una vela blanca en el horizonte. De un salto llego al lugar donde habia construido el Evasion , que era donde habian quedado sus herramientas y donde tuvo la suerte de encontrar inmediatamente su mechero. Luego se precipito hacia el eucalipto seco. Quemo una antorcha de ramas secas y la coloco en la garganta abierta que formaba el tronco a ras del suelo. Al poco tiempo un torrente de humo acre salia de alli, pero el amplio fuego con que el contaba parecio hacerse esperar.
Ademas, ?para que? El navio habia dirigido la proa hacia la isla y singlaba derecho hacia la Bahia de la Salvacion. No cabe duda de que fondea cerca de la playa y que una chalupa se aleja de el. Con risa de loco, Robinson corria de un lado para otro buscando un pantalon y una camisa que acabo al fin por encontrar bajo el casco del Evasion . Luego se lanzo hacia la playa, aranandose la cara para intentar despojarla de la compacta crin que le cubria. Bajo una buena brisa del nordeste, el navio bandeaba graciosamente inclinando todo su velamen hacia las olas festoneadas de espuma. Era uno de esos galeones espanoles de antano, destinados a transportar a la madre patria las gemas y los metales preciosos de Mejico. Y a Robinson le parecia que el fondo del navio que podia verse ahora, cada vez que el mar se hundia por debajo de la linea de flotacion, era, en efecto, de color dorado. Tenia un gran paves y en la punta del elevado mastil galleaba un gallardete bifico, amarillo y negro. Robinson, a medida que se aproximaba, podia distinguir una reluciente multitud sobre el puente, en el castillo de proa y hasta en la cubierta. Parecia que una tumultuosa fiesta desplegaba toda su pompa. La musica provenia de una orquestina de cuerda y de un coro de ninos vestidos de blanco que estaban agrupados en el alcazar. Las parejas danzaban con nobleza, rodeando una mesa cubierta con vajillas de oro y de cristal. Nadie parecia ver al naufrago y ni siquiera miraban hacia la orilla, que se encontraba ya a menos de un cable de distancia y que el navio bordeaba en aquel momento tras haber virado. Robinson le seguia corriendo por la playa. Aullaba, agitaba los brazos, se detenia para recoger guijarros que arrojaba hacia ellos. Cayo, se levanto, volvio a caer. El galeon llegaba en ese instante a la altura de las primeras dunas. Robinson iba a verse detenido por las lagunas que prolongaban la playa. Se arrojo al agua y con todas sus fuerzas nado en direccion al navio, del que ya no podia ver mas que la redondeada masa del castillo de popa, cubierta de brocados. Una joven estaba reclinada en una de las portas abiertas en el saledizo. Robinson veia su rostro con una claridad alucinante. Muy joven, muy tierna, muy vulnerable, parecia atormentada ya, pero iluminada, sin embargo, por una sonrisa palida, esceptica y abandonada. Robinson conocia a aquella nina. Estaba seguro. Pero ?quien era? Abrio la boca para llamarla. El agua salada invadio su garganta. Le envolvio un crepusculo glauco en el que aun tuvo tiempo para ver el rostro gesticulante de una raya que huia hacia atras.
Una columna de llamas le saco de su atontamiento. ?Que frio tenia! ?Podria ser que el mar le hubiera arrojado por segunda vez a la misma playa? Alla arriba, sobre el acantilado de Occidente, el eucalipto llameaba como una antorcha en la noche. Robinson se dirigio titubeando hacia aquella fuente de luz y calor.
De modo que aquella senal que debia barrer el oceano y alertar al resto de la humanidad no habia logrado atraer mas que a el mismo, solamente a el, ?burla suprema!
Paso la noche acurrucado entre las hierbas con el rostro vuelto hacia la caverna incandescente, recorrida por reflejos fulgurantes que se abria en la base del arbol y, cuando su calor disminuia, se iba acercando a la hoguera. Fue ya con las primeras luces del alba cuando logro dar un nombre -en realidad un nombre propio- a la joven del galeon. Era Lucy, su hermana pequena, muerta adolescente hacia ya dos lustros. De este modo no podia dudar ya que aquel navio de otro siglo era solo producto de su imaginacion enferma.
Se levanto y contemplo el mar. Aquella llanura metalica, claveteada ya por los primeros dardos del sol, habia sido su tentacion, su trampa, su opio. Poco habia faltado para que, tras haberle envilecido, le entregara despues a las tinieblas de la demencia. Era preciso, bajo peligro de muerte, recuperar fuerzas para sustraerse a el. La isla estaba a sus espaldas, inmensa y virgen, llena de promesas limitadas y de lecciones austeras. El volveria a tomar las riendas de su destino. Consumaria, sin sonar mas, las nupcias con su implacable esposa: la soledad.
Dando la espalda a la inmensa superficie, se sumergio en los detritos sembrados de cardos plateados que conducian al centro de la isla.